Yo soy mi escritura, escribió hace unos días la poeta de la extrañeza y de la sensibilidad, Efi Cubero. La inspiración es la caligrafía del azar, añado yo, que me esmero, lo juro, en la caligrafía, y me izo, avanzo, reculo, desisto, regreso. Llegará el día en el que escribamos turbados por el estro en cenadores venecianos, en terrazas a la caída de la tarde, puros, hermosos, oscuros, extraños, o junto a surtidores que vierten azahar o la esencia de pinsapo de la que me habló una vez Fernando Oliva, mi amigo gaditano, el urdidor de la portada de Mala, mi novela, mi caligrafía extensa (son casi cuatrocientas páginas). Luz la novela también. Luz y asombro juntamente. Porque la luz hace que veamos lo que tiende a estar oculto. La belleza tiene su heráldica secreta. Hace falta oficio para dar con su clave. No es asunto que se despache siempre a golpe de vista. El arte requiere un aprendizaje. Por eso me esmero en la caligrafía, en el traje, en la apariencia, en lo que me hace ser mejor y saber que avanzo, aun escorándome o izándome o desistiendo o regresando, da igual, el asunto es que haya trayecto y haya trama. Hoy mi amigo Raúl Ariza, qué felicidad tener tantos amigos, me ha dicho que puje, que avance, que dé de mí lo que sepa o lo que pueda para que la literatura adquiere peso y trace un vuelo. No han sido esas las palabras, pero esa era la idea. Trayecto y trama. Todo lo que nos perturba nos hace mejores, nos hace más grandes, nos hace más sensibles. Hoy lunes estoy de una sensibilidad herida. Serán los fármacos. Acarrea uno ya más de lo que querría. La edad cobra sus peajes. O los excesos.
19.5.25
Nadiuska en el multiverso 2.0
Ella lee las nubes cuando las demás ninfas cierran los ojos y el azul no predice un milagro. Ella es la distancia entre la herrumbre y los salmos, un rumor ocupado en desangelar el estro de los pájaros. Un día todos los caballos muertos serán emanaciones de todos los caballos muertos. Ni ángel que promulga edictos ni hormiga en el camino hacia el templo. La niebla es un mecanismo de defensa de los poetas sin metafísica. Las hijas bastardas harán comercio con sus poemas infantiles. Basta franquear el umbral con la histeria de los soldados ciegos. Basta el humo de las grandes fábricas. Nadiuska está negociando la salvación de su alma. Todo lo que puede ser dicho no expresa lo que el silencio contiene. Mañana llevaré a la imprenta el diario de la redención. Llevaré una brújula en el bolsillo, llevaré cromos de la delantera del Atleti de mil novecientos setenta y ocho. Iré puesto de té birmano, verán mi corazón intimar con el barro, sabrán de la compostura metódica de mi sangre. Ella será un niño que obedece; mis ojos, tres piedras en la garganta de mi madre. Comprenderé la última voluntad de los insectos. En mi pecho fallecerán con unánime estruendo todos los días de la prosperidad y de la bonanza. Cuando me huelan conocerán el cosmos, sabrán de las palabras del aire. Yo tengo la respuesta, les diré. Ahora estoy aquí, en la enfermedad de las palabras. Me explotan cien alejandrinos en el pecho, pero el miedo asoma su boscoso lenguaje de trampas y de leche agria por la ventana. Patrullas de agentes lingüísticos vigilan un desatino semántico que amenaza con acostarse con todas las nínfulas del barrio. Siempre tuvo éxito el pecado. Uno de esos tozudos agentes ha hocicado su ojo hebreo por la hoja en blanco y temo que la burda canción devenga tragedia, vasallaje del tiempo al instinto, la menor de las voluntades de un dios caprichoso que aturde la tarde con su coro evangélico de pequeñas hostias musicadas. Me duele el oído interno, tengo el yunque devastado. Me duele el peso del mundo, que ya no es amor. Es óxido, trama de metales con su vocación de réquiem. Siempre tuvo éxito lo clandestino. Ángeles de discreto aspecto victoriano fatigan las aceras a la caza de algún niño con anginas o de alguna princesa convocada para la ceremonia de la lluvia. Ahora mismo Chet Baker proclama la vigencia de las anfetaminas en el muestrario de vicios burgueses. No me preocupa el silencio. Recatado y puro, el dios de la cosecha o el dios del orden mordisquean sin estridencias un salmo con versos endecasílabos. Vírgenes coreanas encienden incómodos verbos copulativos a la altura de todas las circunstancias. Mi madre, que ha aparecido de improviso, viste un kimono rosa en donde puede leerse un verso de Mallarmé en vasco, un verso de Keats en ruso. Los versos de Keats en el kimono rosa de mi madre, aparecida de improviso, imponen a la realidad una aureola de irrealidad o es justo al revés y yo estoy en la perplejidad del limbo, exploro el limbo como quien sale de casa y va al mercado y ve los puestos y se admira de la prolijidad de lo real. Los de Mallarmé. Todos los versos ungidos por el numen de la fe en la bilocación del espíritu. Mi padre duerme con una escolta de pájaros que lo izan muy alto y lo dejan luego en la cama para que no sepa que fue un sueño. Lo dijo el poeta. Yo sólo me dedico a poner al día los registros. Soy el que en la vana noche cuenta las sílabas. El inútil. El que no entiende ni la claridad ni la sombra. La poesía se abastece de estos desatinos. El poeta es un dios rudimentario y caprichoso. El poeta es un escriba de sí mismo. Un trémulo trino de trazos tristes. La poesía está adentro. El poema es un fulgor invisible, una luz apenas entrevista, un caos lúcido o un delirio. Uno escribe con pudor. No sabe bien qué decir, si convendrá o no. Si habrá pájaros. Si todo es un sueño. Si mi padre acabará echando a andar o a volar y ya no tendré que venir a verle dormir todas las tardes.
18.5.25
Elogio y refutación de los fantasmas
El mejor tiempo es el que no necesita ser contado. El mejor día es el que no delata su transcurso. El mejor sueño es el que no permite que se difunda. El mejor amor es del que no se alardea. Vivimos en la velocidad de las cosas, no en su esencia, no en su hondura. Un amigo me dijo que dedicaría el verano (entiendo que no todo, no puede ser todo) a ver pasar las cosas. No será fácil, ya me contará. Siempre está uno buscando razones a todo, hurgando, buscando palabras con las que explicar lo que sintió y lo bien o lo mal que lo pasó. Quiere, sobre todo, afianzar su opinión, convidar a los demás a que la rebatan o a que la refrenden. Se anhela no estar al margen, no pasar desapercibido, pero basta ocultarse, no exhibirse, ni ofrecerse, para que la realidad se apacigüe y cobren un nuevo peso las cosas que antes no apreciábamos. No creo que sea algo que se decida, no es una convicción de la que se parte para afrontar el día. Hay días en los que se prefiere no estar. Quizá sólo por el placer de volver. Deberíamos tener la facultad del fantasma, la de moverse sin ser percibido, la de observar a los otros sin que nadie se percate de nuestra presencia, no es nuevo para mí ese argumento. Existe esa efusión inmediata de apasionamiento, existe el entusiasmo del regreso; tal vez por ver qué ha ocurrido en nuestra ausencia. Si todo sucede como solía o algo extraordinariamente sutil ha sucedido. En el fondo cuesta ser invisibles, por mucho que apetezca. La vida de los fantasmas debe ser de una tristeza inconsolable. No tienen relojes, no tienen con quién compartir la zozobra de las horas, el trémulo goteo de los días, el insostenible vértigo de las noches, pero hay fantasmas a la luz del día: no se arrogan la invisibilidad, ni pasean su zozobra por galerías o por casas abandonadas.
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James Joyce hace que Stephen Dedalus se pregunte sobre qué es un fantasma y le hace decir en el Dublín mítico del Ulises que es «alguien que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres». La sustancia del fantasma no requiere el desvalimiento del cuerpo. Los hay que exhiben su entera compostura orgánica, no revelándose en ellos circunstancia que nos haga pensar en la opulencia de la literatura fantástica o en la subsidiaria rama de la de terror. Un fantasma es un ser descontento con la realidad, si buscamos una primera aproximación al hecho mismo de su condición fantasmagórica. Más que una emulsión, esto es, una sustancia en suspensión que no se ajusta a ninguna de las partes que la componen, el fantasma del que quiero hacer aquí unas reflexiones es, a la luz de la ciencia, indistinguible del otro, del figurado en las maquinaciones de la fantasía o del tenebrismo. En el griego vernáculo, en la fundacional φάντασμα, el fantasma es la criatura errante, que no está ni entre los vivos ni entre los muertos, y a la que se puede acceder a través de nigromancias, convocando el vínculo que no han retirado de su memoria y que los hace todavía singularmente humanos. Son las almas en pena, al decir común en la literatura romántica, de la que son residentes privilegiados.
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La bibliografía abunda en definiciones, pero ninguna del gusto de uno de ellos. El fantasma codicia que se le tenga miedo, confía en que esa autoridad tenebrosa debilite a los vivos, los deje a su merced, pueda perturbarlos con sutiles fanfarrias. Sin embargo, se nos cuenta con oscuro interés que únicamente un fantasma puede ver a otro. No sé si ese vagar sin consuelo es meramente alegórico, ofreciendo una imagen de lo que no posee imagen alguna. Suspendidos en el tiempo, entre lo tangible y lo etéreo, los fantasmas aplauden la máxima de los cuentos que se nos enseña en la escuela, la del inicio, nudo y desenlace. Ellos perviven en un nudo continuo, anhelando a su modo un finiquito que concilie el descanso y les aparte de las moradas de las tinieblas. Los fantasmas no están en este tiempo ni en ninguno al que el hombre haya dado carta consistente: planean abolir el tiempo mismo, urdir una realidad alternativa a la cancelada. No sabiendo con certeza que existan, salvo que se descrea de todo y hasta pongamos en duda que hay una vida después de esta vida, se les trata a veces con mofa, se les viste con esa monótona sábana blanca o acarreando severas cadenas en los pies. La fantasmagoría puede ejercerse en vida, en el trasegar de lo real. Hay fantasmas a los que saludamos por la mañana. Son familiares. Hasta pueden ignorar que ya no pertenecen al mundo de los vivos, aunque tosan, realicen sus humanas evacuaciones y paguen sus contribuciones municipales.
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Curiosamente, no se les da a los fantasmas predicamento en los textos ecuménicos: negar el purgatorio, los protestantes también los ignoran. Todo vendrá a ser una conveniencia didáctica que unos y otros urdirían para asentar en el imaginario popular la idea de un refectorio donde las almas se acopian de merecimientos para acceder a morar en las estancias supremas de la divinidad. En la Antigua Roma los navegantes, temerosos de que la muerte les sobreviniera en alta mar, llevaban un pendiente de oro como pago diferido a quien recogiera sus cuerpos tras un naufragio y así tener las honras fúnebres precisas. La moneda en la boca del muerto que canta la épica grecolatina tenía la misma función. Caronte, el barquero del Aqueronte, el río del dolor, en su etimología, el de los muertos y el de los espíritus, el que linda con el infierno y cruzan el propio Virgilio y Dante en la Divina Comedia, es el cobrador del frac de la mitología: si pagas, te dejo en paz. De no hacerlo, púdrete. La función de estos ritos es dar un lugar correcto a los muertos. Se teme a los que se invocan, por contrariar la paz a la que hayan llegado; más benévolos, así se infiere de la literatura, son los que devienen a iniciativa propia, curiosos y pacíficos.
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Quizá los fantasmas de la modernidad sean los que no saldaron alguna deuda que contrajeron y no pudieron sobornar a ningún diosecillo rudimentario e intermedio para que los manumitiera de la condena. Son las almas en pena, las ánimas errantes. Algunos de los mejores cuentos que he leído las contienen. No tienen que ser necesariamente románticos, perturbadores, precursores de la literatura gótica y la de terror. Pedro Páramo, la espléndida novela de Juan Rulfo, contiene el rumor de todos los muertos de Comala. No hay nadie en la historia del que tengamos la certeza de que no sea un fantasma. No son benévolos, ni buscan el reposo eterno o la cristiana sepultura que los redimiría: nada anhelan, salvo perseverar en su errabundia. Anoche volví a leer el Cuento de Navidad de Dickens, tan didáctico, tan entrañable. Sus fantasmas son familiares ya. Como al pobre Scrooge, me visitan y me dan un paseo por la vida. La literatura hace más soportable que no haya respuesta a la pregunta que formula Stephen. Al fantasma le incumben los sueños, que son la representación de toda su vigilia insoportable. A los vivos, tan ocupados en el oficio de no abandonar el hilo del tiempo, a veces nos da por verlos como una parodia de la muerte, tomada jocosamente, convertida en chanza o en cuento de adolescentes; otras, más grave el gesto, con mayor respeto su atención, los miramos (es un decir) con pavor ancestral, con infinito asombro.
17.5.25
El cuaderno de la perseverancia
"El placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma."
Epicuro de Samos
Pronto llevaré 20 años leyendo a diario esta cita clásica. Contiene una máxima de vida a la que he tratado de aplicarme con dispar fortuna. Ocupa desde entonces la cabecera del blog en donde transcribo (también con voluble desempeño) mi literatura. Lo abrí para escribir sobre cine. En 6876 días he consignado 4437 textos que han tenido 1.593.850 visitas. Creo que es el blog de la perseverancia. Ese cómputo de días, de escritos y de visitas me hace feliz, pero lo que más festejo es que mi voluntad haya decidido que siga en pie. Festejo esa consideración, al menos: la de bregar con la escritura, para bien o para mal. He sido tozudo, he resistido con entereza, he hecho de ese blog una extensión de mí mismo. No sabría explicarme sin escribir, tampoco lo haría sin mencionar El espejo de los sueños. Lo cuido como si fuese mi casa. Ese ha sido quizá el cometido más fiable: escribir casi a diario, no dejar que la página entre en barbecho, hacer que el placer sea "el bien primero, el comienzo de toda preferencia y de toda aversión, la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma". Imagino al blog como una especie de cuaderno o de espejo de sueño. Ahí me siento verdaderamente escritor.
Se puede estar más solo que escribiendo, pero ninguna soledad, ni siquiera la no pedida, la que nos invade y sojuzga, rivaliza con la escritura en hondura, en apartarse enteramente del mundo y, al tiempo, en apropiarse de él. En ocasiones, al escribir, se percibe esa soledad, se aprecia cómo se cierne en torno, sin que podamos zafarnos de ella o sin que, por más que nos afanemos, podamos tampoco dejar de escribir. Dejar de escribir con la esperanza de que regrese la luz o de que la oscuridad no cunda, ni se enseñoree como suele. Nunca fue un padecimiento escribir, nunca sentí que me fracturara o que me ablandase o que me retirara alguna posible fortaleza que yo, sabiéndolo o no, pudiera tener y, sin embargo, a veces prefiere uno no tener que dejar consignado nada, no ocupar la limpieza de la hoja o el vacío del editor de este blog. No dura mucho ese arrebato ascético, un poco sobrevenido por el cansancio o por la evidencia de que no hay ningún lado al que conduzca escribir que no se pueda acceder de otro modo, no sé, paseando, tomando café con los amigos en las terrazas del otoño éste recién abierto, leyendo lo que otros a los que no conocemos han hecho para nosotros, ah lectores. No es una preocupación que persista, se diluye conforme el día va conviniendo sus peajes y tienes que salir a la calle y acudir al trabajo y regresar a casa en coche, cuidando de que nadie invada nuestro carril, pero de pronto hay una necesidad y se aplica uno en satisfacerla. No importa de qué se escriba, incluso de la escritura misma, tal es el caso. Lo que de verdad cuenta es penetrar en esa soledad solicitada y dejarse ir. No creo que haya otro método: no hay escritor que no se deje ir, por más que organice y cuadre su trabajo, por más que investigue, tabule o prevea cuál será el texto que finalmente saldrá. Lo que fascina es el acto impetuoso de la escritura, su vértigo, su fiebre, ese avanzar loco, sin brújula, en el que las palabras se prestan y uno las abraza o las censura o aplaza que concurran o se duele de que salgan esas y no otras, que son las que deseamos, pero no están a nuestro alcance. Tal es el caso también. Esta soledad mía es más íntima cuando abre el día. Ahí encuentro que está la cabeza en condiciones, si es que eso fuese cierto. Ahí me envalentono con el día y encaro lo que a su antojadizo capricho haya decidido arrojarme. En este sentido un poco nutritivo de las cosas, escribir es una ingesta de luz, una especie de avituallamiento de coraje para que no nos haga flaquear en demasía el tráfago de las cosas. Como quien sale a correr a primera hora de la mañana y vuelve a casa con el cuerpo encendido y la cabeza alerta.
La portada de Manhattan lleva todo este tiempo en la cabecera del blog. No sé por qué la cogí. Me parece que no podré sustituirla nunca por otra. Habrá que seguir escribiendo. Mi abuela Luisa lo decía mejor: "Mientras el nieto corre, el mundo gira". Y el placer, ah, el placer, el bien primero, el don más hondo. Uno de los que más aprecio es la de nuevos amigos que el blog me ha traído. Vinieron de Madrid, de Málaga, de Nueva York, de Barcelona. Uno escribe para que lo quieran. Esa podría ser otra máxima. Hoy es un día de máximas y de gratitudes.
15.5.25
Entonar las palabras
El árbol desobedece a quien lo mira. Va a su decir sin criba ni juez. Así el aire, el fuego. Están antes de que nosotros estuviéramos. Su residencia en la tierra es anterior a la palabra, que es una solicitud de comprensión hacia lo que no conocemos, pero la palabra es árbol, fuego y aire. Sabe de su facultad demiúrgica, alardea de su convocatoria de la realidad. Hasta que no se nombra, el árbol no es árbol; ni el fuego y el aire, fuego y aire. El lenguaje construye la realidad: la hace humana, la somete a la intendencia del hombre. También a su intemperie. Como la niebla que malogra la ocupación de la distancia. Como la raíz que tantea la lubricidad de la tierra. Como el sol cuando declina y hace que comparezca la lujuria ciega de las tinieblas. Las palabras son las manos precursoras del ciego que tantea las formas para encontrar su fondo. Siempre vuelve Borges, el primer gran poeta gramático, el que se preocupó de la construcción del pensamiento. Está por ahí adentro, aunque ignoremos su presencia o ni siquiera hayamos leído ni una sola línea suya. A él le gustaba que sus estudiantes no leyeran crítica, sino que fueran a la voz de los autores, que se prendaran de su voz, de lo que solo ellos entendían, no lo entendido por cualquiera que leyese. Las palabras dicen a su manera. No todos entendemos de la misma forma las palabras verano, lujuria o rendición. Yo mismo voy de una idea a otro cuando las pronuncio en voz alta y dejo que ocupen toda mi atención o toda mi evocación. Ahora mismo verano me está resultando sumamente agradable. Pienso en noches largas en un patio andaluz o en tardes en las que perderse en la bruma dulce de una siesta o en el chapoteo de los niños en el agua de una piscina mientras el sol, inclemente, alardea de luz y, como un dios lejanísimo, ni permite que lo miremos. Pienso en el verano cuando pronuncio la palabra que lo nombra. Si espacio las sílabas (ve-ra-no) casi creo tener la propiedad de la sombra, el frescor de las mañanas, el bochorno de la flama en las aceras.
13.5.25
La escritura fluye, yo fluyo / Una entrevista a propósito de "Mala fe" para Revista Entreletras
Emilio Calvo de Mora es cordobés, maestro, poeta, narrador y ahora novelista. Acaba de publicar “Mala fe” (Mahalta, 2025).
Es la suya una novela ambigua, a ratos nebulosa. ¿Qué cosas tenía claras usted cuando empezó a escribir?
No muchas, las precisas para saber que lo que tenía delante iba a ser una novela, aunque empezó como un cuento y el propio cuento pidió que se le sacrificara. Creo que partí de la idea de un personaje, Claudio Acevedo. Decidí que debía tomar la primera persona para narrar. Su ambigüedad es idéntica a la que cualquiera puede encontrar en su trajín diario, en la vida misma. Las novelas son artefactos donde cabe todo. Se parecen a la vida, de la que sabemos poco y de la que no tenemos demasiadas certezas. Hay una legitimidad en esa incertidumbre. Importa más la niebla de la que hablas que la luz. Todo vendría a ser un mecanismo engarzado para que esa verdad prospere a medias. Pero hay inicio y nudo y desenlace. Quise respetar ese patrón que yo mismo, no siempre, exijo a lo que leo. Tuve claro que era la memoria la que se pondría a largar, digámoslo así. A ella, a la memoria de Claudio Acevedo, le encomendé la compostura de la narración, su desempeño novelesco. Al final de la trama, alguien viene a decir que la verdad, aparte de ser una inexactitud, es una trampa. “Mala fe” quiere incomodar, hacer que la lectura sea un paseo por la cabecita de su protagonista, que no es ni mucho menos la más sana ni la más presentable. Podría decirse que lo que tenía más claro, si es que tuve esa pretensión de claridad, es que la novela entera fuese una especie de viaje por la perturbación, por todo lo que nos hace únicos, marcados, como si viniese ya esa marca cuando nacemos y la realidad se encargara de consolidar esa desviación. Es una novela sombría, que habla de sombras, aunque quizá la luz ande por ahí, pidiendo incorporarse. Decir que no tuve claras las cosas disuadiría al futuro lector. No me aferré a ningún final. Iría surgiendo. Me fascina escribir sin saber adonde voy. La escritura fluye, yo fluyo. El escritor, paradójicamente, es lector también y a veces acata y otras desobedece a ese lector improvisado que quien escribe lleva dentro. Cuando leo, leo como escritor. Al escribir me convierto en lector. Esa paradoja es necesaria.
En su texto insinúa que “Mala fe” es una novela, pero también podría ser otra cosa, si así lo quiere el lector. De ser “otra cosa”, ¿qué sería?
Es una novela, he tratado de que cumpla esa obediencia al canon del género, pero tal vez quise que fuese una declaración de amor a las novelas, un homenaje a la literatura misma. Es una novela con muchas novelas dentro. Una historia que se ramifica y vuelve sobre sí misma. Quienes la han leído y me han comentado qué les pareció sugieren que es una novela psicológica y también policiaca, psicológica, erótica, pero yo no soy de preferir etiquetas. Me agrada pensar que carece de género, conteniendo muchos. Siempre me he sentido poeta. La novela era una dificultad añadida, por esa circunstancia. Tenía que evitar que el lenguaje fuese poético, tenía que apartar al poeta y, sin embargo, hay o he querido que haya mucha poesía en la trama. Esa “otra cosa” que nombras podría ser la poesía. Ojalá esto que digo sea cierto, algún lector lo aprecie y sienta que es la novela de un poeta. Es el lector el que pone y quita las palabras. El que escribe se mantiene al margen. Quizá ni él sepa más de lo que escribió.
¿Por qué contar la historia de Claudio Acevedo, un personaje que no suscita empatía, que no busca compasión, ni perdón?
Claudio Acevedo Montenegro es un escritor de éxito, un hombre público, considerado y respetado y también venido a menos, un pobre hombre, sin más. En un momento de su vida decide contar las razones de esa infelicidad, escribir sobre lo que le hizo ser escritor o sobre su orfandad o sobre la belleza. Se siente solo. Recluido en una celda, acusado de un crimen, hace balance. No es el asesinato lo que le preocupa. Creo que aceptará lo que la justicia dictamine. Su anhelo es dar con las razones por las que se corrompió. Borges hace decir a uno de sus personajes que ha cometido el mayor de los pecados: no ser feliz. Creo que viene a ser así la cita, no recuerdo ahora las palabras exactas. Claudio Acevedo es un desgraciado que quiere redimirse, un ser perdido que no desea que lo encuentren, sino encontrarse a sí mismo, dar con las respuestas que justifiquen su desviación, la de mirar sin que se sepa que mira, la de escuchar sin que se sepa que escucha. Él sostiene todo el peso de la novela. Las novelas que se escriben en primera persona tienen una certeza: sabemos que el que las cuenta no muere. Eso puede ser un buen acicate para leer o un destripe innecesario, ya no me gusta la palabra spoiler. Y a tu pregunta, sobre el hecho de que no suscite empatía, diría que lo que me fascinó era contar la desgracia sin que la desgracia sea algo mío. Quería escribir sobre lo ajeno, sobre lo que no conozco, sobre otro que no fuese yo. Ese era un reto estupendo, que me excitaba mucho. El novelista se arroga ser cualquiera, puede ser el santo o el pecador. Los motivos de Claudio me entusiasmaban. Suponían un desafío a mi escritura, un desafío a mí mismo, algo nuevo, un ponerse en la piel de alguien muy distinto, de alguien que no tiene nada que ver conmigo.
Su personaje dice: “Si tengo que dar una razón por la que me hice escritor, está ahí. Escribo para ser otro. Para no ser yo.” ¿Y usted? ¿Buscó a alguien que estuviera en sus antípodas? ¿Cómo lo encontró?
No lo sé, creo que no sé muchas cosas, por lo que se ve. Vino, se precipitó, pudiera ser que fuese una precipitación. Se escribe para ser otro, se lee para ser otro. Cada vez que leemos una novela somos todos esos personajes que pueblan esa novela. Dejamos de ser quienes somos mientras el libro está abierto. Sucede igual con el cine. La ficción hace que la realidad sea manejable. Si todo fuese real incesantemente, sin interrupción, qué dolor más grande sería eso, la vida sería muy triste, muy desgraciada. La literatura detiene esa especie de flujo tangible de cosas que nos pasan. Salimos a la compra, hacemos la cama, limpiamos la casa, vamos al trabajo, tomamos vermú en una terraza… Leer hace que la realidad desaparezca, y está bien que desaparezca. Yo busqué a alguien que no era yo, que no podía ser yo de ninguna manera. Claudio se invitaría solo, supongo. Fue creciendo conforme yo iba hablando por él, haciendo que dijera cosas que yo nunca diría o que hiciera cosas que yo nunca haría. De ahí que optara por la primera persona, que hace más creíble todo.
“Mala fe” empieza con esta frase: “Hay noches en que sueño que regreso a Mimosa”. ¿La protagonista de la novela es esa finca?
Mimosa no es Manderley, aunque esa frase rinda un tributo a la novela de Daphne du Maurier y a la película de Alfred Hitchcock. No hay una ama de llaves terrible, no busquen a ninguna señora Danvers, pero Mimosa es un territorio mítico, un lugar desde donde comenzar, un punto de partida. En esa finca pasa Claudio Acevedo los días fundamentales de su existencia. A veces pienso que la única patria que tenemos es la infancia. No es mío, es de Rilke. Mimosa es el entusiasmo de la edad sin edad, del tiempo en el que el tiempo no cuenta y solo existen los juegos, que son una patria que se acaba perdiendo siempre.
En la vida de Claudio Acevedo la familia es el origen de todos los males. El protagonista no quiere tener hijos, de hecho, afirma: “Deberían prohibirse los hijos. Alguien debería ocuparse de eso”. Odia a su padre, pero desea ser como él. Es un caso freudiano. ¿Ha escrito usted la novela de un psicópata?
Se me ocurre decir que la cosa más extraordinaria que he hecho ha sido traer dos hijos al mundo, así que no puedo hablar mal de la paternidad en primera persona, pero el escritor puede decir lo que le venga en gana, hacer una trama que no tenga nada que ver consigo mismo. A la pregunta que me hace, creo que o hubo una premeditación, una determinación explícita. No tengo la claridad intelectual para abordar la novela de un psicópata, aunque algunos rasgos del protagonista puedan hacer pensar en eso. El nombre de su trastorno carece de importancia. Tendrá uno o tendrá diez. Todos tenemos algunos. No es un personaje que se odie, he querido poner cierto empeño en dejarle expresar su desviación, su anhelo de erotismo puro, sin intervención de las pulsiones sexuales que acompañan al deseo. A pesar de todo, es un personaje con un gran sentimiento de culpa, de remordimiento. Desea redimirse, se preocupa más por el pecado, que es una construcción cristiana, que por el delito, que es una construcción jurídica. Su aversión a la paternidad provendrá de una infancia fracasada. Sus padres no fueron un modelo a seguir, lo dejaron ir, no le cuidaron cuando él reclamaba cuidados, no lo amaron cuando él requería amor.
Ver a una adolescente desnuda no parece ser suficiente desencadenante de tanta perturbación.
Tiene razón, no lo parece. Esa parafilia tendría más peso en una edad adulta, pero hubo hechos que facilitaron esa inclinación. El adolescente deslumbrado vaticina el adulto desquiciado por ese deslumbramiento, creo yo. En todo caso, razonar no hará que se le entienda mejor. Ni habría necesidad de que deban buscarse razones, motivos para todo lo que hace. Es un depravado singular, un ser descarriado, un infeliz.
Su personaje dice: “a veces se escribe por venganza”. Usted, ¿por qué escribe?
No lo sé, y me agrada no tener una respuesta. Si las tuviera, me haría más pobre, menos libre. Sé que no sabría vivir sin escribir o sería una vida más triste. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, escribió Rilke. Es la segunda vez que lo cito. Yo no me empobrezco. Lo que doy me llena. Escribo a diario en mi blog para sentirme ocupado en lo que de verdad me gusta, en escribir para lo que sea que escriba, pero escribiendo. La paradoja del escritor es esa. Escribo por costumbre. Como el que pasea o el que es de echar una siesta o leer antes de dormir. Los motivos son siempre buenos. No me duele esa soledad que se atribuye al escritor, que la hay, por supuesto, pero es una soledad anhelada, una que te hace explicarte el mundo o jugar a que te lo explicas. Siento una bendita obligación de hacerlo. No me entiendo sin enredarme con las palabras y censurar unas y aplaudir otras. Tampoco sin leer. Escribir podría ser un acto de amor a uno mismo. Escribir es también una forma de hablar sin que te interrumpan, y a mí me encanta hablar. Después de cuarenta años escribiendo casi a diario, creo haber llegado al punto de sentirme escritor. Soy perseverante. Escribo para que me quieran. Esa es la perseverancia mayor. Una vez me lo dijo alguien y me pareció bien. No sé si me lo dijeron o lo leí. Dará igual. Soy un escritor orgánico, me gusta esa expresión.
De pronto alguien dice: “Esta historia necesita alguien que muera”. ¿En “Mala fe” hacía falta un cadáver?
No hubo una premeditación en casi nada, ya lo he dicho. La trama surge a su antojadizo capricho. Se me fue dictando y yo disciplinadamente fui escribiendo. La aparición del cadáver surgió. Sin más. La muerte es un ingrediente de la vida, y las novelas son vidas que se sacan de su entorno y se consignan en un texto. Ni siquiera ese cadáver prospera en la historia de un modo policial. Hay pesquisas, se dan datos, pero no es lo más relevante que alguien haya muerto. Más que un nombre de un culpable, importan las razones por las que alguien decidió cometer el asesinato. “Mala fe” no es una novela policiaca, pero las adoro, y me he permitido dar un pequeño y seguro que ineficiente homenaje.
Claudio confiesa: “No sé acabar esta novela.” ¿Usted tuvo problemas para terminar la suya? El final vuelve a ser muy abierto.
No saber acabar una novela es fácil, y a veces es necesario. Hay argumentos cerrados que son maravillosos, pero yo prefiero el tipo de novela en el que el final invite a que la novela continúe. Hay una verdad que yo puedo conocer o a la que yo narrativamente me he inclinado y habrá otras a las que el lector se incline y les parezcan legítimas. Yo me limito a dejarme ir y ver qué va viniendo. Esa falta de perspectiva fiable hace que la escritura fluya más placenteramente para mí. Escribir no es un acto doloroso, pese a que contenga cualquier manifestación del espíritu humano. Escribir una novela es un ejercicio de sacrificio y de placer juntamente. Sacrificio porque exige, porque pide disciplina y perseverancia, y placer porque estás creando un mundo ajeno al mundo, aunque provenga de él y termine incorporándose a ese mundo. Que un final sea abierto hace que ni final parezca. Que cada lector incorpore el suyo, si le place. Que busque en lo narrado la parte que le incumbe y desea que participe de la novela misma. No sé si lo he conseguido, pero ese era el deseo.
Hablemos de la portada, una mano de bronce sostiene una manzana y llama a la puerta. ¿Es un símbolo del deseo?
Debo primeramente agradecer a mi amigo Fernando Oliva la espléndida portada de la novela. La imagen existía antes, no fue creada para ella, pero no hay mejor portada que esa. Dice lo que la novela dice. Explica lo que novela explica. La mano de bronce que sostiene la manzana, ese llamador hermoso con su fruto tan simbólico, es el ojo de Claudio Acevedo y también su alma. La idea del pecado recorre toda la trama. El protagonista se siente culpable y quiere redimirse. Desea que se le entienda, se afana por dar las explicaciones, aunque sean muy peregrinas algunas y de poco consenso entre la gente de pensar menos retorcido. El deseo podría ser el tema central de la novela. Un deseo fracasado, permanentemente fracasado, al que se le concede la autoridad más alta y al que el escritor Claudio Acevedo consagra su entera existencia.
¿Diría usted que “Mala fe” se podría considerar una novela erótica?
Lo es muy marginalmente. El erotismo aparece y es necesario que así ocurra. La vida lúbrica del protagonista es más intelectual que orgánica. No desea aliviar su carne, hacer que la sangre irrumpa y la carne se enerve. Su deseo es de una índole más sensorial. Ha logrado separar las exigencias del cuerpo de las exigencias de su espíritu. Tal vez “Mala fe” use la cosa erótica para tratar todos los demás temas que a mí me preocupaban. Que son la belleza, la literatura, la paternidad o la memoria.
Su novela lleva en su interior otra novela y otro autor. ¿Es su forma de reflexionar sobre la literatura?
Pedro del Espino, que presentó “Mala fe” en Lucena maravillosamente, dijo que la novela era un artefacto literario complejo. Pensó en una de esas muñecas rusas, matrioskas. Cada una de ellas lleva otra dentro y así hasta la más pequeña expresión. Lo que me interesaba al escribir la novela, no sé con qué fortuna lo habré conseguido, es no hacer una novela que se despachara con monótona facilidad. Hay un inicio, hay un nudo, hay un desenlace, pero aparecen saltos en el tiempo, regresos a lugares que ya conocemos. Doy la información que se precisa para entender el conjunto con intencionado retorcimiento. El mismo Claudio Acevedo es escritor y está escribiendo una novela, que es la que se lee, la que el lector tiene en sus manos, pero también hay una puerta abierta a la idea de que todo es un juego literario y ni siquiera la primera persona en la que el autor se manifiesta es fiable y todo es un ardid, un enredo metaliterario. ¿Quién escribe? No lo sabemos. Hay autores interpuestos. Yo mismo seré uno de ellos. Da igual con cuál se quede el lector. Todos harán algo para que la novela prospere, vaya adquiriendo peso de novela y se lea como una novela, no como un ensayo sobre la literatura, aunque algo de eso tiene también. Ese era mi apetencia, que hubiera géneros cruzados.
¿Está usted enamorado de las palabras?
Absolutamente. Todo escritor debería sentir ese amor. Recuerdo ahora con añoranza la gestación de la novela, cómo iba contándoseme, cómo eran las palabras las que hacían que se abriera en dos o en tres o siguiera un camino recto. Yo obedecía. Hay un matiz en esa obediencia: las palabras pueden ser censuradas. El gozo sublime era disponer de todas ellas. Hacer que comparecieran. Sentir que ellas iban engordando la historia. Todo eso que digo me hace pensar en el lugar de dónde vienen las historias. Quién sabría decir cuál lugar es. Claro que estoy enamorado de las palabras. Me hacen sentir que entiendo el mundo o que estoy en camino de entender el mundo o de entenderme a mí mismo, que ya eso sería suficiente. No hay día en que no acuda a ellas y las ponga a bailar en mi cabeza.
Más, mucho más podría haber dicho Emilio Calvo de Mora, un enamorado de las palabras, un obrero de la escritura, pero la entrevista también debe tener su desenlace y está aquí.
https://www.entreletras.eu/entrevistas/emilio-calvo-de-mora-me-fascina-escribir-sin-saber-a-donde-voy-la-escritura-fluye-yo-fluyo/?fbclid=IwY2xjawKQdmhleHRuA2FlbQIxMQBicmlkETE0TnFYQVAxalVaaGhITzQ4AR6TdBGdp1IS8YC8mAl8aDI-J_MGnPr6ZHdk414g7KDcdye9eAQInaifo_rqzg_aem_fJlgyFozPEPROxwLHe02AA
Mala fe Tour (con artista invitado)
11.5.25
Decir y no decir
Tuve un amigo de extraordinaria facundia. Hace una vida que no le veo. Tengo la idea de que era inasequible al desaliento verbal. Hablaba con furia. Él entero era un organismo lingüístico. Hacía de la hipotaxis un arte mayúsculo. Podía buenamente empezar a hablar sobre el hecho de que le faltara vino en su bodega y terminar con el miedo de Walter Benjamin a ser entregado a los nazis y resolviera suicidarse. No habría que reprobar ese desafuero de estricto régimen verbal. El hecho de escuchar lo que decía otro le hacía entrar en un estado de agitación bien visible. Cuando daba con el hueco, tomaba de nuevo el mando y se explayaba con redoblado encono. Más que conversar, cosa que nunca hizo, le gustaba conversarse, probar hasta dónde era capaz de llegar sin perder en ningún momento el hilo de donde tirar para retornar a la escasez de su vino en su bodega. Para entonces ya teníamos muerto en la mesa al pobre Walter Benjamin y alguien sugería que era tarde y debíamos volver a casa. A pesar de su verbosidad, sabía recabar la atención de su público. No éramos otra cosa.
Hablar de más es obligar a escuchar sin criba, impidiendo el tamiz de lo pertinente y de lo inoportuno. También hace que no se preste atención. La verborrea no es un trastorno mental, sino una incontinencia del ánimo, un acto de pura violencia léxica. El lenguaraz, urgido por el imperativo inaplazable de contar, es especie farfullera, indiscreta, irreflexiva y, en circunstancias favorables, dañina. Por el hábito sonoro, abundan los sordos. No oír es un mecanismo de defensa. No hieren por lo que expresan: su parlamento tiende a ser hueco o disperso o irrelevante. Ejercen con apabullante apremio esa costumbre de algunos escritores de alargar imprudentemente las frases y exigir del lector una paciencia de la que no siempre se dispone y que, por agilidad narrativa, ni conviene. La palabra que más les cuadra es «bocachancla», que tiene una gracia apreciable y, cosa no siempre factible, hace coincidir significado y significante. No hay premeditación en su intemperancia, ni ese aparente desenfreno indica una intención alevosa. Proceden con desparpajo natural, hilan una frase con otra, consiguen que el aliento primero de su discurso se desvanezca en el aire, se vicie o enferme y, por la velocidad de las palabras, mude en otra cosa, pero no la original, la materna, la que abrió ese cáncer lingüístico. El bocachancla no desfallece casi nunca, se envalentona conforme perora, se le ve recrearse en la oratoria. Contrariamente a lo que la lógica dicta, este tipo de hablador convulso no repara en que se le atienda o no: actúa como un caballo loco, sin que en ningún momento se vea que el trotar flaquea, ni que el corazón se le agite como si amenazara rebasarle el pecho y estallarnos escandalosamente en la cara. El pensamiento, acelerado, incurre en desafueros, en inconveniencias, en revelar lo que debería no ser manifestado, sobre todo si es de propiedad ajena. Exaltados, los afectados de este trastorno, hipertímicos o, más pedestremente, desbocados, nunca mejor dicho, producen a veces vergüenza en quienes se someten a su desmesura. Lo de cerrar las bocas para que no entren moscas, refrán antiguo, no les incumbe. Son gente que, cuando hablan, sube el precio del pan, he escuchado siempre. Tampoco piensan lo que dicen: se contentan con producir ingentes cantidades de palabras, en producir ese magma semántico con fruición. A falta de disciplina y tiento, concurre en ellos la vorágine, el desquicio.
Si algo es digno de ser tenido en cuenta, no dudo que esa posibilidad exista, todos decimos cosas de interés de cuando en cuando, pero lo interesante se pierde cuando lo embuten en la tropelía de su parlamento. Son de natural desprecio por el congénere. No tienen compasión cuando se les reprende por su incansable afán. Si advierten la cercanía de un igual, los bocachanclas redoblan su elocución. Si a ti, lector considerado, te pillara en medio, mejor huye, no te expongas, sanciona tu buena educación y lárgate sin miramientos. Boquirroto, les dicen en Portugal. Aquí tenemos el vocablo «bocazas», que es contundente en su amplitud fonética. Son, por lo común, ignorantes, de poco o nulo sentido de la prudencia. Se les imagina felices, incapaces de recordar qué pudieron decir, con qué torpe prolijidad arruinaron una tarde entre amigos. Cuentan con la libertad de expresión y con la educación del pobre al que acosan y derriban. Si nadie les aconseja comedirse, no darse con ese brío verbal, templar un poco lo pensado antes de airearlo, se inclinan a pensar que agradan y que son el alma de las fiestas. La palabra, escribió Montaigne, es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha. Quien calla, tiro de otro refrán, otorga. Así que el escuchante, cuando no abre el pico y deja que lo asedien, concede la andanada, baja la guardia, pone cara de cordero a punto de ser sacrificado y se rinde sin más. Hemingway escribió que son pocos los años que precisamos para aprender a hablar y toda la vida la necesaria para aprender a callarnos. Uno habrá incurrido en hablar más de la cuenta en ocasiones. Tendré quien lo confirme. Será cosa de enmendar ese exceso, ahora que me lo estoy explicando. Querría el charlatán ser encantador, no hartar, conciliar elocuencia y exceso, divertimento y abuso, pero ya lo dijo Baudelaire: no se puede ser sublime sin interrupción. Escribir también es un acto deliberado de impune verborrea a veces. Este humilde escribidor ha incurrido en él con alegre frecuencia, sabrán disculparme. Habrá sido decidor incontinente las veces suficientes como para que me haya forjado un prestigio, pero no sabría asegurar si es legítima la fama. Creo que me voy comidiendo, entrando en razones, a mis años. Creo que escribo para que no me interrumpan. Creo que me parezco a aquel amigo que citaba a Benjamin al final de su discurso. Me pregunto dónde estará. Si se casó y tiene a la buena mujer bien cubierta de sintagmas o está todavía soltero o enviudó, no quiero pensar la causa del fallecimiento de su esposa. Creo que escribo para poder alargarme, para llegar al pobre Walter en Port Bou y asistir a su triste desenlace.
Hay conversaciones que se aplazan inadvertidamente y cobran en la conciencia un peso mayor y cada vez más dañino. Se tiene de ellas la sensación que no nos interesó involucrarnos y participar con la vehemencia con la que aceptamos y prolongamos otras. También el silencio es elocuente. No siempre se afina uno, se prodiga o se esmera en las palabras, como si nada de lo que hubiésemos dicho antes o pensemos decir después pudiera rivalizar con la que se tiene entre manos, aunque el motivo que la aliente sea frívolo y no suscite la hondura prevista ni por asomo. Es una especie de apatía verbal que agrada en el fondo. Escuchar y registrar lo escuchado, sin dar a cambio algo con lo que el otro satisfaga su entrega. O escuchar y luego no contener lo escuchado. Como si se hubiese tan solo rudimentariamente oído. Hay quien dice que lo que no sabemos hacer es escuchar, que es lo más difícil, a pesar de la aparente sencillez de su desempeño. No tanto escuchar sino desear hacerlo. Darse con cabal ahínco. Contribuir a que se entable un diálogo, esa obligación moral y hermosa a la vez. Uno se finge desganado a veces, elude incurrir en hablar por hablar, esa costumbre, aparenta estar, aunque no sea cierto y lo que de verdad sucede es que se prefiera mantenerse al margen, no dar idea de que nos ronda y qué parte de lo conversado nos entusiasma y levanta el deseo de convertirse en actor de esa improvisada trama, no solo espectador, interesado o no.
Qué dulzura de conversación la traída con ligereza y sin propósito, me dice K. Cuánto se echan en falta en ellas ocasiones en que se escogen las conversaciones sesudas, las de peso. Tal vez (matiza) esa sea la razón por la que las evitamos: por gandulería. La pereza es cada vez más insustituible; se ha hecho algo orgánico, una extensión de una extensión sacrificada. Se vive mejor en su asepsia perfecta, pero terminará por doler, concluye. Se ha envalentonado y está en la paradoja de hablar de la sencillez sin usar algo parecido a la sencillez. Una inercia. Una costumbre. Es cuestión de hacer lo que apetece, sin más, le hago yo ese reproche. Como si de pronto la conversación se hubiese enturbiado y precisara que se la cancele. Luego concurren a su antojadizo capricho: no se las cuidó y reclaman un lugar. Parecen exigir el aprecio que no se les dio. Tienen vida, se duelen si las herimos, acuden con alborozo si las mimamos.
Hay conversaciones que no se empiezan por evitar otras. Hablar con los demás a veces se asemeja a una partida de ajedrez en la que uno busca un fin y habilita los instrumentos para abordarlo. Las palabras son piezas que se mueven. Las que dice quien escucha son piezas que confirman o modifican las nuestras. No buscándose ganar partida alguna, se obstina uno en alargar la trama o se las ingenia para que venzan las pacíficas tablas.
Hay conversaciones que se ganan y otras que se pierden. No siempre nos anima ese bienestar de jugar por jugar. Juego es, al fin y al cabo, sea cual sea el propósito que abre la liza. Se nos ha educado a tal fin, al del anhelo de una victoria o de una derrota, no al sencillo juego de la convivencia, sin que intermedien los rigores de una batalla. Se teme que nos conozcan, nos guardamos más de la cuenta, somos reservados por naturaleza, guardamos bajo muchas llaves la propiedad de nuestra existencia. De ahí que hablemos con prudencia, sin mostrar todas las cartas, sospechando que el otro también procederá de idéntica manera.
Hay conversaciones absolutamente vacías, no conducen a ningún sitio, no tienen propósito, nacen sin sustancia, tan sólo merodean la realidad o la reducen a su expresión más sencilla, cuando no la más burda, pero es en ellas en donde reside la semilla, desde ella se expande la luz, lo que hace que todo permanezca y fluya. El vacío, en lo que se dice, no es siempre sinónimo de nulidad. Se puede preguntar a alguien por lo que hizo ayer, sin entrar en el detalle, sólo por ocupar el tiempo o por reivindicar cierta hegemonía, perdida a veces: la de la cantidad sobre la calidad. No todo lo dicho debe ser relevante, no es posible que todo lo que decimos tenga ese rango de trascendencia. Se cuenta lo primero que viene a la cabeza. No siempre sabemos ordenar las cosas, lo que se nos ocurre, la conversación que deseamos entablar.
De vez en cuando se relata lo baladí, lo que no prospera en la memoria y se acaba arrumbando. Se explica qué desayunamos y cuándo, lo que vino al sueño recién clausurado e incorporamos a tientas, frágil y precariamente a la vigilia; se explaya uno en decir el tiempo que hace que no sale a pasear o no lee poemas o no coge una cogorza con los amigotes de la adolescencia o el excesivo que ha dedicado a ordenar una habitación en la que militaba a sus anchas el caos. Son las conversaciones sin metafísica, las que no tienen el afán de otras con más fuste. No se habla del corazón, no se le nombra, tan sólo se enumera el inventario de cosas que pueblan la realidad y se nombran terrazas de verano, pantalones cortos de verano, gente que vimos, noticias que supimos, discos que escuchábamos a los dieciséis o personas que nos confesaron tal o cual debilidad.
Hay conversaciones casuales que avanzan a saltos, con titubeos, pero que acaban a lo grande, con festejado ímpetu. No hay un propósito, no existe la voluntad de hacer que trasciendan; ni siquiera, mientras ocurren, se dan en quienes la entablan la percepción de su brillantez. Entra en lo posible que tampoco se perciba cuando finalizan. Se dan de manera natural, se incorporan al aire o a la memoria sin fricción, no perturban, tan sólo suceden, como la luz cuando baña los objetos y dice de ellos lo que no está lo suficientemente a la vista. Luego regresan, el relato íntegro con sus pausas y sus gestos, bien atesorada en la memoria, por si valen más tarde y podemos recuperar ese esplendor semántico, con toda su épica doméstica. Somos ese caudal azaroso de cosas que hemos contado o se nos han confiado. Lo baladí y lo glorioso. Cuando flaquea el recuerdo, lo acicalamos, le damos presencia y fulgor, cuerpo y claridad. Por eso hay que darse en todas las que ocurran, en las conversaciones livianas (quién dice que lo sean, qué criterio fiable las rubrica) y en las de más hondura, que sobrevienen a veces y hasta hieren. Todas alimentan, a todas les debemos algo de lo que secretamente somos. Al fin y al cabo, cuenta decir, no guardar lo que puede ser ajustado a un diálogo. Incluso cuenta hablarse uno solo, sin que nadie interrumpa el candor de lo privado, ese decirse hacia dentro para que no parezca que la soledad que nos cerca es tan enorme como parece.
9.5.25
Celinda de buena fe
Dice mi mujer que lo que hay detrás del libro es celinda, también llamada jeringuilla, filadelfo y hasta celindo, para ser políticamente correcto, y su desempeño botánico supera al magro mío. No me tiene que decir que la celinda está en el patio del colegio en el que trabajé durante casi treinta años y en el que crecí como maestro y también como persona. Tampoco que mi novela está en el sitio en que debía. La coge Reme con una mano (advierto que es un libro tan bien editado que se puede leer con una mano sin que la lectura se desmorone). Cuenta la celinda, el cole, Reme: la alegría de que la historia de Claudio Acevedo, el malhadado protagonista de Mala fe, se lea. Uno escribe para que lo lean o para que sus libros paseen los jardines y la celinda los embriague.
5.5.25
La lengua es fascista / La literatura es un juguete sin instrucciones de uso
Hay libros que pueden anhelar ser otra cosa: un pájaro, una piedra, un arcoíris. Arguye el lector que esa voluntad no es enteramente descabellada y que algo de pájaro o de piedra o de arcoíris tiene cualquier libro, si uno decide abrirlos como deben abrirse y leerlos como el autor querría que se leyesen, pero dudo que Serna y Calabuig, los perpetradores (permitidme el sustantivo delictivo) de este artefacto literario inclasificable que es, aparte de pájaro, etcétera, pétalo o pelo de Van Morrison o fotografía de Elvis en el trullo o lágrima de Poe vertida por su Annabel Lee. No sé la de personajes que uno podría añadir a los personajes aquí echadas a andar. Porque ni retrato hay. No sé tampoco qué hay dentro de La lengua es fascista, ni creo que Serna y Calabuig deseen que alguien concluyera y diera un sentido al paisaje terco y enfebrecido (divertido y lírico también) que ocupa los veinte capítulos de la obra, que no debe ser leída como una novela (qué va a ser una novela) ni tampoco como una colección de cuentos enhebrados o concebidos como piezas sueltas. Se está bien no sabiendo, se acostumbra el asombro al asombro, se deja llevar, busca asideros y, no dando con ellos, acepta que meramente se flote, se deje uno llevar, fluir, conducir a dónde.
La lengua es fascista se puede leer de muchas maneras. Yo he usado un par de ellas: la lectura de corrido, despachada en dos días, y la temperada, más reflexiva o más alocada, quién sabe. Conviene el desorden, la asunción de que ni siquiera la vida posee un orden en sí misma y los días acuden sin rigor, como arrojados por una mano caprichosa, dañina en ocasiones. Esto que digo de que se puede leer de muchas maneras lo dice Ramón de España, el prologuista, y lo cuenta bien. A su manera, el libro (a falta de género fiable, digamos "el libro") es muchos libros. Incluso cada uno de esos muchos libros contenidos podrían contener también muchos libros. Todos los libros contienen muchas canciones. De hecho, es un libro que suena, posee su banda sonora y hay incluso unos créditos para ella en los que están; déjenme que me explaye en la rendición de nombres, todos ellos bien amados por mí: David Bowie, Lou Reed, Talking Heads, Genesis, Frank Sinatra, más Bowie, más Sinatra, Chuck Berry, Billy Joel, Van Morrison, Pink Floyd, la Piquer o Adriano Celentano. ¿Qué hacen en las historias que Serna y Calabuig cuentan estos talentos de la historia de la música del siglo XX? ¿Podría sostenerse la trama, pero qué trama, sin que concurran todas esas canciones maravillosas? Este lector agradecido cree que no, pero alguien podría reprobarme, aducir que no aportan nada y que es una boutade, un capricho de la creatividad, que es magnánima y concesiva.
La lengua es fascista es riesgo puro por haberse escrito a cuatro manos y casi pareciera a veces que la mano izquierda de un autor no quisiera saber nada de la derecha y ese súbito desentendimiento prendiera la envidia del otro autor y conminara a su mano derecha a no contar con las ocurrencias de la izquierda. Hay locura en la escritura: la que ellos deciden traer en el mismo inicio, cuando hacen las citas de rigor (Borges, Poe, Barthes, Juan Ramón Jiménez, José Luis Coll). En todas se vierte esa porción de sombra que siempre guarda la luz. Por mucho que ella brille, la tiniebla pugna por abrirse paso en su vientre y desgraciar el esplendor de la cordura o de la belleza. El fascismo (escribe el doblemente citado Barthes) no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir. Les Luthiers, en uno de sus prodigiosos sketches, decían: si no es libre, le obligaremos a ser libre. Literatura y fascismo no casan, no darían ni un paseo juntos, charlando de sus cosas, viendo si uno cede y se deja cortejar por el otro. Porque la imaginación, aquí la hay a espuertas, no es asunto que pueda ser convertido en cosa predecible o en cosa mansa y de fácil convencimiento.
Todos los personajes de La lengua es fascista son pobres personas, todos tienen sus taras y sus vicios, quién no tira de taras y se envicia a poco que se le anime. Son gente encantadora todos esos perdedores, esos tarados o esos locos, esos personajes entrañables que cuentan (en primera o en pedida tercera persona) los avatares de sus sinvivires, las tragedias y también las festividades de su trágica y festejada existencia. Algunos se incorporan a la trama, la que haya, siempre hay una, no se precise que sepamos dónde arranca y si hay un cierre cierto, para que la trama no se desmadeje mucho o para que el desajuste de lo que ocurre con lo que creemos que está ocurriendo sea más llevadero y podamos avanzar sin tropezar e incluso pisando sobre firme, sabiendo (yo lo supe en un momento determinado) hacia donde nos dirigimos. Adviértase: he dicho "nos dirigimos", no donde nos dirigen Calabuig y Serna, que ni ellos sabrían, supongo. Este mismo texto es también algo endeble que se va haciendo corpulento conforme le voy añadiendo sustancia y veo que la química de las palabras hace sus enamoramientos y sus promiscuidades. Por eso los capítulos, que no cuentos, contienen piezas de un todo del que probablemente no sepamos mucho más que algunos perfiles topográficos, cierta manera de presentarse tangiblemente, pero refractaria a la fidelidad, al retrato naturalista o a la más triste ocupación de las certezas. Importan los detalles (eso lo dicen los autores en el prólogo que ellos añaden al primer prólogo) y esos detalles hacen que leer sea una experiencia más que gratificante, eso lo afirmo ahora yo, que he sido un lector asombrado, y eso es ya prueba de que todo ha funcionado bien y la lectura ha sido una delicia.
Hay mucho amor en la fabricación de esta lengua. Sobre todo, amor a la literatura, y a la música, que es un estado aéreo de lo literario o una especie de fantasma de la palabra que hace y deshace a su antojadizo capricho y contiene en su vuelo, en ese aire, todas las disciplinas que puedan ejecutarse a ras de tierra. También está el cine o el relato periodístico. No sé la de cosas que hay dentro de este libro, pero lo más visible, lo que más llama la atención, es ese enciclopedismo sentimental que homenajea a Dickens o a Joyce o a Lola Flores con su Pescaílla, a Miguel de Molina (cómo le gustaba a mi padre), a la nínfula que amaba H.H. en la gloriosa novela de Nabokov o a la simpatía de sus satánicas majestades por el mal puro en esa pieza gloriosa de la memoria discográfica. Apabulla el nomenclátor, la portentosa rendición de nombres y de citas, de diálogos y de fotografías (sí, el libro tiene muchas fotografías, y son importantes para que todo se comprenda mejor o se deje de comprender completamente). Está la obra entera cruzada por esa gratitud hacia nuestros próceres espirituales, da igual que sea Mick Jagger o Raffaella Carrá.
No he citado el humor, que es aireado con inteligencia. Se le hace poco aprecio en la buena literatura al humor, que conviene y hasta se ansía, un poco cansados como andamos de que la fatalidad lo impregne todo y las novelas o los cuentos que se leen no hagan que comparezca lo hilarante, tan necesario siempre. Humor con su clave de ironía, con su lenguaje chabacano juntamente con el macerado a sabiendas de la encomienda de que la lectura no atente contra otra inteligencia, la del lector, que a veces se desprecia. Serna y Calabuig urden una pequeña tesis sobre el tiempo en el que vivimos; el VCS.3 de la cara oculta de la luna hace que el lunático apague "los últimos murmullos de la sala". Escuchamos la melodía de la resurrección. Porque leer es extraernos quirúrgica (mágicamente) del pozo que cualquier manifestación de la ignorancia cava en el suelo que pisamos, en las salas de espera de los hospitales, en los burdeles, en la sala de máquinas de los gobiernos del mundo, en las camas donde amamos o donde morimos. Ese tiempo es de recortes de prensa, de piezas de otras piezas, de letras de canciones y de historias. Esas historias fraguan el conjunto, le dan ese apresto de conglomerado muy dúctil, muy de ser contado y de escucharse como quien acoge una confidencia, algo que ha sucedido y que merece la pena que se airee y alguien, al saberlo, decida darle nuevamente vuelo. Así el lector, que hará de puente, siempre lo hacemos, para que esta lengua dé con quien la abra (se abren las lenguas, ahí en sus adentros estará todo lo que se ha dicho y lo que está por decir) y reciba en prenda este juguete. Porque es un juguete del que se prefiere no dar mayores explicaciones acerca de su uso. No tiene instrucciones, no hay preliminares, un apartado que prevenga y escolte al lector. Todo se confía al prodigio de la literatura.
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