26.4.24

Leer (otra vez)

 


Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos procure un paraíso inverso, un desorden emocional que no posee quien no ha abierto libro alguno. El habito de la lectura no crea mejores personas. Muchas de las barbaries cometidas por el hombre han nacido en los libros. 


Leer no garantiza que seamos mejores personas. En todo caso, podemos ser unos cabrones ilustrados. Leer solo permite vivir otras vidas. Si la que lees está impregnada de maldad, existe la posibilidad de que te impregnes tú.                       

                                                         

Me cuesta cada vez más concentrarme en lo que leo. Me distrae lo que he leído. Pienso en las cosas que no debería y la línea por la que discurre el relato se expande, adquiere proporciones fantásticas, incluso llega un momento en que ni la reconozco siquiera. Esa línea es la que hace que uno decida escribir. Por amarrarse a algo, por probarse en ser otro, por alguna cosa parecida a esas. 


Leer no solo es una actividad de riesgo. También es una actividad tóxica. Hay una cantidad enorme de veneno en las palabras. Las hay inofensivas, las hay tiernas, las hay amorosamente cándidas, pero en cuanto se encuentran y se entabla entre ellas el diálogo son de verdad temibles. 


En lo que uno lee, en las palabras cosidas unas a otras, está también todo lo que ha leído. También probablemente lo que no. Las historias tienen su envés. Unas historias te llevan a otras historias. Yo, al leer a Lovecraft, no puedo evitar que se me aparezca Poe. O era al reves. Primero Poe, luego Lovecraft. O incluso Poe, Lovecraft, Bierce, Chambers. Ahora estoy con El rey de Amarillo, uno de los gérmenes de True detective. Es curioso cómo la ficción cinematográfica te envía a la literaria. Cine que abre libros. Historias que empiezan donde no espera uno. Ninguna empieza en el lugar previsible: todas están engarzadas, todas se abrazan. 


Escuché una vez que hubo una manifestación que agitaba libros en el aire en lugar de percutir el metal molesto de las cacerolas. La hacían los dolidos por el cierre de una biblioteca en un pueblo, no recuerdo ahora cuál. Se me quedó el gesto, el pequeño y maravilloso símbolo de que un libro, izado como una oriflama, fuera el que librara la batalla de la justicia, que es (en el fondo) la antigua batalla de la cultura, que no ha terminado todavía. 


No sé si un día se cerrará ese capítulo de la Historia. Es posible que no acabe jamás: hay muchos intereses, hay muchos mercaderes. Interesa la ignorancia porque la ignorancia no exige. El que no sabe, no inquiere. Recuerdo a un profesor de mi facultad, que nos dejó muy prematuramente, encolerizado por el a menudo mal visto gesto de que alguien llevase unos libros bajo el brazo, andando por la calle, en la parada del autobús, en la cola de la charcutería. Decía Luis Sánchez Corral que la gente de las letras no es de fiar. Me lo contaba con su brizna de sorna habitual, trayendo historias de ayer, informándome de que el ayer vuelve si no tenemos cuidado y dejamos un hueco por donde quepa. También me habló ese día (Bar Platanín, calle Jaén, Sector Sur, a la vera de la Escuela de Magisterio) de lo buen columnista que era Eduardo Haro Tecglén, de mi inocencia política y de cómo la buena literatura salva a los pueblos del caos. El nuestro, en este estado de las cosas, cierra bibliotecas mientras que los políticos meten la mano en los sobres o se suben con absoluto impudor la soldada. Estaría Luis indignado si estuviese con nosotros. A veces echo de menos el café en el Platanín.


De este ir y venir por la web, a veces con fundamento y otras, las menos, a vuelatecla, como a la caza de un tesoro invisible, saca uno en ocasiones momentos de una intimidad fastuosa. Encuentra textos que le fascinan, páginas de una indesmayable vocación de refugio, lugares donde abandonarse y a los que pedir una especie de asilo cibernético. No es que la realidad carezca de techos así, pero cansa el tráfago, el exponerse a ser distraído por el azar, por la rutina, por la mecánica previsible de las cosas, que vuelve y nos reclama. Por eso empleo algunas mañanas de domingo en perderme por la procelosa y enfebrecida maraña del google. Exploro concienzudamente, pero sin propósito. Busco información sobre un poema de Gil de Biedma y encuentro un rincón en donde puedo ver con asombrosa restitución cuadros del MOMA. Canjeo a Jaime por Pollock. La poesía por la pintura. Luego el jazz por la crónica de sucesos. No tengo duda alguna de que este paseo por la negra flor, como cantaba Auserón en sus tiempos, agota más que ilustra, desguarnece la sensibilidad más que otra cosa, la abotarga y la convierte en otra cosa, pero no la que conocemos, la sensibilidad de ir a pie por la calle y respirar el vértigo de las cosas. Pero no puedo evitar sentirme bien en este laberinto. Lo imagino, a ratos, como aquel antiguo día en el que descubrí la existencia moral de los libros, su belleza oculta. No los libros como el objeto físico, sino la hondura de sus letras, todo ese milagro que tutelan y que se revela cuando los abrimos y les pedimos respuestas. 


Es curioso que al correr de los tiempos, yo prefiera las preguntas. Quiero muchas dudas. Que me escolten por la realidad y me lleven de los blogs a los libros, de los amigos a los parques, de las barras de los bares al aula en donde sigo aprendiendo cosas.

25.4.24

Cándido, simposio, cadmio

 Lo primero debería ser anotar cándido, anotar simposio, anotar cadmio. Luego el día podría hacer sus atropellos acostumbrados, pero ya se tendría algo desde donde arrancar, un inicio de la aventura o posiblemente un precipitarse menos angustioso, como si contase ser precavido y las tres palabras (cándido, simposio, cadmio) congraciasen la entera forja de un pétalo desde la nada y hacia la nada misma. Porque los asuntos de la materia son indistinguibles de los de la fabulación y una mujer se desmaya por segunda vez al ver la tarde abierta en un haz de luz que la predispone al pudor o a la mera especulación dramática, a ese turbio danzar de batracios que antecede al plebiscito de las damas de alcurnia, a la comparecencia de los poetas nuevamente zarandeados y colgados de los pies para que no les quede nada en los bolsillos y los campanarios que cuestionan la niebla y las muchachas convencidas del furor de su sangre caigan al suelo y hagan un ruido pequeñito que apenas pueda oírse, uno de esos ruidos como de estómago de hormiga agradecida al ingerir una brizna infinitesimal y telúrica de pipa de girasol antigua y precursora de luz y de grandes orquestas ocupadas en no hacer perder el ánimo a los escritores de piezas operísticas o a los arrendatarios de las habitaciones en las que la mujer del pelo más oscuro gime, la de la derecha, esa que ahora me mira y saluda, no sé quién es usted, yo estoy buscando una razón a la mañana, estoy determinado a que cándido, simposio y cadmio trencen un suéter de palmeras variadísimas en el pecho de una doncella nórdica o de una niña con tartamudeo, aunque todo grite que sí, que haremos algo bueno de esta vida nuestra sin empeño, saludable y propiciatoria de siestas y de grumos, de albaranes de muebles muy altos y de sudor de amantes de lo que cruje y se expande. Y era de ofrendas la noche del océano, era el aire una fatiga de columpio, un brocal para que hociquen cien arcángeles, pero la hormiga está avanzando, ha escrito en el fuego de la tarde altas cúpulas, ha fingido un temblor dulcísimo en el que el tiempo se cimbra como un pendón triste de no morir. 

En memoria de A.R.

Ayer incineraron a Antonio. Se murió en su casa. Vivía solo. Tenia la integral de Bach y era un sibarita en la restitución de esa música divina y la amaba con el corazón sensible que tenía. Hacia años que no oía bien y la voz casi se le fue. Hablaba con voz apagada las últimos años que lo traté. Fue maestro hasta que la edad le permitió dedicarse a sí mismo con absoluto arrobo. En la escuela en la que lo conocí teníamos la costumbre de hablar de jazz y de cine negro de los años dorados. Pese a ser casi treinta años mayor que yo, Antonio era de mi quinta. Lo de la edad va en el ánimo, no es una cifra que se escrute con afán matemático. Gustaba de su café a la caída de la tarde en las cafeterías de Lucena. Leía la prensa o revisaba con voluntariosa afición su móvil, más por domarlo que por estar al día en las redes sociales, de las acabó retirándose. Entraba en mi blog. Le asombraba que escribiera a diario. No puedes tener tantas cosas que decir, esa observación de perplejidad me entregaba. En cierta ocasión me solicitó que le echara a andar un aparato de una conocida plataforma de televisión. Aplaudía la eficiencia del cachivache, la posibilidad de ver su amado cine como nunca antes lo había visto. Iba a las salas en los estrenos. Salía entusiasmado o colérico, pero no rescindía su vocación de espectador agradecido. En las conversaciones que tuvimos, nunca compareció la muerte, no tenía intención alguna de malograr los dones de estar vivo con quebrantos metafísicos. No le vi jamás interesado en las efusiones cofrades tan en boga en su pueblo ni de su boca salió impedimento o sanción alguna a que otros se explayaran en las calles con sus advocaciones y con sus desvelos marianos. Fue un hombre educado, íntegro, gozosamente facultado para la belleza y para la quietud. Sé que viajó por Europa y que abandonó cuando anciano la ocupación de la lectura, salvo (decía) la dedicación a mis escritos. Hacía mucho que no lo veía. Cuando ayer miércoles encontré a un amigo suyo con el que solía entretener las tardes en los cafés y en los paseos y le pregunté que cómo andaba, me reveló la desgracia. Lo hizo con inédito desparpajo, como si aceptara sin mayor dolor que la mesa no le tuviera al otro lado. Qué solas se quedan a veces las mesas de los cafés. Qué solos nos quedamos cuando los amigos se desvanecen. En una visita que le hice, interrumpí La reina de África, la estupenda película de John Huston. Qué buena actriz era Katherine Hepburn, recuerdo que me dijo. Lo es todavía, añadí yo. Hoy he recordado esa charla nuestra sobre estar o no estar en el mundo. Echaré de menos escuchar en su casa los Conciertos de Brandeburgo. 



24.4.24

De todo lo visible y lo invisible

 No sabe uno nunca cómo lo miran los demás, cree tener una idea aproximada, maneja cierta información más o menos fiable, pero no hay forma de salir afuera y contemplarse desde esa distancia clarificadora. Se vive en esa soledad imprecisa.  De pronto reparo en la inconsistencia de lo que uno toma por cierto. Lo bueno (quizá) es no estar a salvo, no aliviarnos con la idea de que tenemos un refugio en el que cobijarnos. Se vive mejor en la intemperie. Hay más con lo que divertirnos en la incertidumbre. Hoy mismo pensé en lo fabuloso que es saber tan poco como sé. Lo que he ido atesorando (la cultura es un objeto valioso en estos tiempos de zozobra y precariedad) solo me sirve para hacer que los días sean más divertidos. Saber hace reír. Tal vez sea ese su propósito más noble. Somos insaciables en ese asunto. 

Se me levanta el corazón al pensar en todos los libros que no he leído. Se queda ahí, enhiesto y febril, con toda la maravillosa virilidad de la sangre, desafiante, un poco chulo. El corazón es una criatura que delinque a su antojo. Comete a diario los delitos que la cabeza no consiente. Por eso no hay que pensar en demasía. No tener una idea certera de las cosas grandes o de las pequeñas. Sobre todo, de lo que rehuyo es de la trascendencia, pero se está bien dentro de esa casa llena de espíritus. Yo, al menos yo, la disfruto a poco que me invitan a visitarla. Me doy un garbeo por las nubes, flipo con la metafísica, me arrebata la belleza inmarcesible de las grandes palabras. Luego las declino, busco con qué otras reemplazarlas y acabo admitiendo la posibilidad de organizar mi vida en base a ellas. 


Le tengo un especial afecto a la literatura de la fe, a cierta conversión de mi espíritu pagano y descreído en uno de férrea disposición teológica. De las cosas evangélicas me atrae la fastuosa inverosimilitud con la que se forjan. Poseen el mismo rango narrativo, se sostienen por el fulgor de la ficción, son la rama más distinguida de la literatura popular. De su cuerpo de metáforas y de épica sobrenatural, aprecio la fastuosa rendición de sus imágenes, su angustia feliz de castigos ejemplares, su fuego bastardo, su catedral de humo. 


Deseo lo que algunos de mis alumnos: historias. Es en la historia, en su relato moroso o acelerado, en su cuerpo engañoso y frágil y voluble, en donde está la sustancia de la vida. Fuera de las historias, no hay nada. No se conforman esos alumnos con aprender, hasta cuestionan que el aprendizaje carezca del apasionamiento que les dan los cuentos. Prefieren que aliñes la instrucción con narraciones extraordinarias. Somos lo que escuchamos. Incluso somos lo que no escuchamos, y sabemos que nos aguarda. 


De todo lo visible y lo invisible, me quedo con todo lo que me haga ser feliz, acuda de donde acuda, sea lo que sea. No soy particularmente delicado en la forma en que me alimento. Aprecio las viandas exquisitas, paladeo los sabores más delicados, me deshago en alegrías cuando advierto que tengo a mano el placer y que no hay forma de que se desvanezca, pero aprecio el arrullo de una historia bien contada. Nada que no sienta otro con idéntica o mayor enjundia que yo, nada a lo que no sepa renunciar cuando las cosas vengan en contra. Vendrán. Hay quien se obstina en arruinarte toda esta bendita fiesta de los sentidos. Quien, al menor descuido que ofrezcamos, nos convida al miedo.

23.4.24

Plegaria para letraheridos

  A Eloy Tizón, pirómano dilecto

“Todo lector es el elegido de un libro”
Edmond Jabès

Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. Leemos lo que fuimos, lo que somos, lo que anhelamos ser. No existe como libro hasta que alguien formula el rito de su imposición a la realidad. Antes de ese acto mágico, cuando no se ha franqueado su promesa de asombro, el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges, un fantasma, como diría Cela, que precisa un público para dejar de serlo. Edmond Jabès, el autor de la formidable cita que abre esta historia, va más allá: viene a decir que el libro no sólo elige al lector sino que crea al lector. Únicamente comparece en la comisión del rito preciso de leer. A veces he pensado que leer es una transfiguración absoluta del alma, que se lee para ejercer una antojadiza bilocación y contemplar lo real desde una perspectiva que el cuerpo, en su estricta observancia de las leyes físicas, no alcanza.

Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo contumaz de la soledad. No la quiere para sí, salvo que algo le urja a hacerse con ella y acogerla con absoluta hospitalidad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventado. El cofrade secreto, héroe de sus fugas, cómplice de la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño trozo.

Leer es una actividad de riesgo. Como escribir. El escritor es un agitador social y el lector es el feliz incauto que ha perpetrado el pecado terrible de buscar, ajeno a tutor o guía alguno, a la verdad o al conocimiento o la belleza.

En las guerras, lo primero que hacen los soldados es quemar las bibliotecas. Piras funerarias de historias. Caligrafía quemada. Letras que arden. Ceniza de las horas. Humo del tiempo. Los libros arden mal, escribió Manuel Rivas.

Los libros son mapas tangibles de la felicidad, fiables prontuarios de cómo funciona el mundo. Guías para no perderse. Cabe incluso la posibilidad de que los libros sean una invitación al desconcierto, bálsamos inversos, pastillitas de colores que no cumplen la función que les encomendaron. Porque ese mundo que registran en sus páginas no es una materia fácilmente manejable.

No creo que haya otro objeto más venerable que el libro. Leer un libro es leer la infinita concatenación de hechos que han sucedido desde que fue vertido a la realidad hasta el momento en que esa realidad regresa a ti y se te confía. Lo que tutela (esa forma encriptada de belleza y de inteligencia) hace que seamos lo que somos. Para malo o para bueno. Somos lo que los libros nos cuentan. También lo que no cuentan. No hay nada que no esté en los libros. La bondad y la maldad están dentro de su reino. Pero los libros que más me fascinan son los que no están enteramente a mano. Los que no se exhiben con la majestuosidad de las grandes bibliotecas o las baldas de las buenas librerías. Ni siquiera esos bien amados con los que uno ha ido haciéndose. Hablo de los libros inesperados. Surgidos de improviso, ofrecidos en un capricho del azar, rendidos a nuestros sentidos cuando nada invitaba a que aparecieran.

Son criaturas dóciles, argamasa sublime con la que levantar un templo en el que refugiarse y en el que rezar a los improvisados dioses que contienen. Hay dioses en las letras. A falta de otros rezos, elevo a diario mi plegaria con estos.

En cierto modo, el tiempo en que uno escribe es tiempo en el que no lee, pero no hay vez en que escribir no sea también un acto de lectura. Uno escribe y sanciona lo escrito, lo reforma, lo estira, lo desmonta para recomponerlo después. El lector, en este sentido, es una especie de escritor perezoso, uno que no precisa del registro de las palabras. Cuando leo a Tolstoi, soy Tolstoi. Cuando a Proust, Proust. No hay escritor que haya muerto del todo. Todos existen en cuanto alguien los lee. Ese diálogo (presumo) debe ser la eternidad.

Lo dicho tiene algo de alado, sentenciaba Borges. También, tomado de San Anselmo, que el libro en manos de quien ignora su alcance y lo contempla como una amenaza o como un enemigo es tan peligroso como entregar una espada a un niño. La religión de los libros está sustentada en arcanos. Todas lo están, ninguno reemplaza la meritoria conversación de las metáforas, la lujuria íntima de un secreto que no acaba nunca de rebelarse y que, al adentrarnos en su cuerpo de misterio, alumbra otro.

La mejor biblioteca es la de emergencia. A veces las muy pobladas, las que tienen baldas muy altas, cobijan o consuelan menos, no sabe uno a veces a qué acudir, qué volumen escoger, tientan muchos, hasta parece que los desechados pidieran ser tenidos en cuenta, solicitar que se les abra y atienda. A veces necesitamos un libro al modo en que se necesita un cuerpo. De hecho hay ocasiones en las que sabes que habrá un libro que te aguarda, uno fiable al que encomendarte, en el que perderte y posiblemente encontrarte. La literatura es un amante duradero, del que no desconfías, al que le cuentas cómo estás y con el que conversas. El amor es una extensión de las palabras: dice lo que ellas no sabrían, se sublima cuando calla incluso. Hay libros de una mudez sobrecogedora: terminas de leerlos y sientes una punzada de la que ya no podrás zafarte. Te duele inadvertidamente. Es un dolor que se sobrelleva bien. Es el dolor que hace que el verdadero dolor no cuente.

‘La Biblioteca de Babel’ de José Ignacio Díaz de Rábago en la Biblioteca General de la UMA

Hay libros que no paran de hablarte. Anoche me confortó un pasaje de Benedetti cogido al azar, uno de esos cuentos de parejas que se aman sin saberlo o de parejas que es mentira que se amen o de parejas que no incurren en la banalidad o en el triunfo del amor, según se mire. Pensé en el amor ajeno y en el propio, en todo el amor que es posible que yo sepa dar y el que pueda recibir. Pensé en toda esa alegría que es siempre superior al amor o que actúa en un ámbito distinto, tal vez más íntimo. Se está enamorado un plazo corto de tiempo, no se pide más, no se anhela más, basta ese confort espiritual, ese trascender, ese sentir que todo cuadra y se ensambla alrededor de nosotros. Al amor se le asignan cometidos a los que no siempre sabe dar cuenta. La alegría de querer amar es la semilla que propicia que se termine amando. La felicidad funciona a otro nivel, no se involucra en lo espontáneo, en la presteza de lo deseado, sino que discurre con mayor mansedumbre, ajena al desquicio de lo presente, no se encabrita, no se atropella, no da indicios de quebranto, apenas se la ve flaquear. Cuando lo hace, en esos momentos de debilidad, pone la mejor de sus caras, finge con primoroso desempeño, se recompone y luego, al desaparecer el daño, regresa como si nada hubiese ocurrido. El amor, en cambio, debe ser fiero, debe evitar la quietud y la contemplación, debe encabritarse y atropellar y desquiciarse. A veces me da por pensar que la felicidad y el amor no debieran nombrarse juntamente. Lo que los abraza a los dos es la belleza. Ella es la única a la que se debe rendir pleitesía. Un libro es un anticipo suyo. Algunos con más determinación que otros, pero todos albergan alguna brizna de belleza.

Hay libros que no se acaban nunca. Contienen la semilla de todos los demás. De algún modo se entrelazan, hacen una secreta e íntima labor de nudo, declinan su apariencia de unidad y anhelan lo tornadizo y lo ajeno. Son otro libro cuando se los retoma, se parecen a quien los abre y lee, mudan su sentido, lo congracian con el sobrevenido en el ánimo o en la experiencia del que inadvertidamente los atraviesa. No son nunca el mismo. Tampoco nosotros lo somos. Ya se nos ha dicho muchas veces: el río es siempre otro río.

Hay libros que semejan paisajes. También los hay que tienen vocación de espejo. Uno se ve en ellos. Incluso considera que en el decurso de su lectura algo privado va deshaciéndose, adquiriendo la consistencia extraña de los personajes a los que de pronto ha tomado como suyos en el trayecto.

Hay libros que curten al modo en que la vida lo hace cuando nos arroja a su trajín y a su estrago. A veces no se tiene constancia de su peso, no se advierte que algo suyo importe siquiera, suceden con la parsimonia o con la irrelevancia de lo liviano, con la premura o la tardanza de lo trascendente. Algunos de esos libros son únicos. Todos, por variadas razones, sin intervenir la excelencia en ellos, lo son. Su singularidad proviene del asombro que nos causen. Nada más percibirlo, en cuanto hace su trabajo de desconcierto y de perplejidad, sabemos que no nos abandonará nunca. Sucede con increíble disimulo. Apenas se aprecia, si es que alguna vez sentimos cómo avanza, si puja y determina quedarse, como si un delirio nos ocupase, como si la realidad (la del libro o la otra) se transfigurara, mostrando su verdadero apresto, consignando (azarosamente, tal vez, sin fiable registro) su esencia, la que podría afectar a la que quiera que nosotros, al leer, llevemos dentro.

Da miedo descubrir que no se lee o que no se escucha. Quien lee o escucha, se perturba. Se prefiere oír, que requiere una atención menor y no deja ninguna huella. Lo admirable es que se siga escribiendo y se siga hablando. Que haya lectores y escuchantes. Que el lenguaje sobreviva y se expanda a su manera, a salvo de las tropelías que se le aplican, libre (cada vez más dificultosamente) del peligro de que se pudra y pervierta o de que se empobrezca y no cumpla el cometido que tiene encomendado. Hay más libros que gente que compre libros y más conversaciones que gente que desee escucharlas. No se entiende que subsistan y medren en las librerías o en el escenario de las calles. Se acabará por admitir, con tristeza, con resignación, que hemos abandonado el amor a las palabras. Después vendrán los bárbaros, veremos la cimitarra de hierro esgrimida como lábaro. Si no leemos, es al caos el destino al que invariablemente nos acercamos. El caos como representación de nuestro estado de ánimo.

Los libros son el termómetro de la vida de un pueblo. Da igual que haya escritores (lectores inversos) mientras no haya quien lea (escritores inversos). Se lee poco porque no se prestigia la lectura. Se escucha poco porque no hay quien desee saber más de la cuenta. Es el saber el que ha perdido su cetro. No sabemos en qué recayó, qué disciplina recogió el relevo. Debería existir una asignatura en la que únicamente se aborde la animación a la lectura. En la escuela, en casa. Leer es la llave que abre cualquier puerta. No hay ninguna que no se franquee con la lectura. También podría cuadrar en este bosquejo de Resurrección Cultural la asignatura de escuchar, no solo la de hablar, la malhadada retórica que ahora han adherido al currículum como si hubiesen descubierto la cura del cáncer o como si los maestros la hubiésemos olvidado o no la acometamos con ahínco y entusiasmo en el aula, cada cual con sus mejores propósitos y sus más motivadoras actividades. Todo estriba en ennoblecer (en prestigiar, en hacer amar) el lenguaje. Es la única casa posible. Las palabras están perdiendo su asiento antiguo. Y de ahí el infierno a la vista, su espectáculo de llamas y de ceniza, su tristeza de ignorantes. El infierno aceptable, el del fuego manso, el invisible, el inapelable, el infierno doméstico del que no se tiene conocimiento y que nos zahiere y rebaja. Tal vez convenga este desánimo en la cultura, visto que no se implementan medidas (no siempre es así, hay iniciativas admirables en la clase política) ni se pone en valor (expresión muy quemada por esa nómina pobre de políticos) la empresa de construir una sociedad más solidaria y tolerante y, sobre todo, lectora.

El cielo son los libros.

El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño es propicio para esas escaramuzas. El tiempo, en su bonanza, cuando no exige ropas hospitalarias, busca libros en las manos o en la memoria. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida.

Como los libros, hay personas que no se acaban nunca. Contienen la semilla de todas las demás. De algún modo se entrelazan, hacen una secreta e íntima labor de nudo, declinan su apariencia de unidad y anhelan lo tornadizo y lo ajeno. Son otras personas cuando se los retoma, se parecen a quien los trata y ama, mudan su sentido, lo congracian con el sobrevenido en el ánimo o en la experiencia del que inadvertidamente los atraviesa.

Hay personas que curten al modo en que la vida lo hace cuando nos arroja a su trajín y a su estrago. A veces no se tiene constancia de su peso, no se advierte que algo suyo importe siquiera, suceden con la parsimonia o con la irrelevancia de lo liviano, con la premura o la tardanza de lo trascendente. Algunas de ellas son únicas. Todas, por variadas razones, sin intervenir la excelencia, son. El asombro es la máxima impasible, el norte cierto, la tierra prometida, la eternidad. Nada más percibir ese asombro, en el momento en el que nos sentimos tocados por la gracia de la belleza o de la inteligencia o de la sensibilidad, en cuanto el arte hace su trabajo de desconcierto y de perplejidad, sabemos que no nos abandonará nunca. Sucede con increíble perseverancia. Apenas se aprecia, es cierto. Es moroso su medro. Alguna vez sentimos cómo avanza, si puja y determina quedarse, si se le ha visto y luego lamentamos que ya no esté, como si un delirio nos ocupase, como si anduviésemos ebrios, como si la realidad, la realidad de esas personas se transfigurara, mostrando su verdadero apresto, consignando (azarosamente, tal vez, sin fiable registro) su esencia, la que podría afectar a lo que quiera que nosotros, al acercarnos a ellas, llevemos dentro.

Hay personas que semejan paisajes. Uno toma distancia y las contempla con absoluto afán. Dan lo que no se tiene. Ocupan los huecos que el alma va dejando cuando se quiebra y rompe. También las hay con vocación de espejo. Uno se ve en ellas. Si desaparecieran, me desvanecería.

Es en los libros donde me conozco. Fuera de las personas a las que amo, ellos son mi paraíso asequible. El cine y la música rivalizan con ellos. Soy de leer mucho, de escuchar mucha música, de ver muchas películas. Si me arrebataran alguna de esas adicciones no sería yo. De hecho, todo lo que soy proviene de la certeza de que ellas me asisten. Mis seres amados, mis libros amados, mis películas amadas, mis discos amados. Es de amor esta plegaria. Eso es lo que quería decirles hoy.

Leer (otra vez)

  Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos p...