4.8.25

Una pesquisa teológica


 


En la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica de fósforos antológicos que se guarda en un cajón juntamente con la baraja de cartas de Heraclio Fournier, el trompo un poco cascado, los cromos del Atleti de cuando Leivinha y un cómic de Carpanta, están las moscas azulonas y las moscas pardas, las que, en vuelo, son ala cabal, ala movida por un motor arcano, telúrico, místico. 


He aquí dentro de la cajita de fósforos La Aurora, en su cerrado ámbito sin futuro, la gran mosca del principio de los tiempos, la que, en la cajita, frota las alas con fruición, mira al demiurgo pasmado, al bobo dueño de la caja que arquea las cejas, mira con embeleso la caja, fascinado por la ejecución azarosa del vuelo dentro del cartoncillo gris, por el limitado espacio en la criatura danza a ciegas, apurando la vida breve que la mecánica genética le deparó allá cuando se maquinó el cosmos y las moscas recibieron su cuota de privilegios y de obligaciones, de terco destino ansioso, en el festín primero. Y lo que oye es un ruido, un frotar obsceno de alas. Parece volar confiada, como cantaba Coppini. 


Uno no sabe nunca las causas ni entiende los azares. No sabemos si estamos en una caja. Si alguien nos escucha, pero no nos ve o, bien al contrario, observa lo que hacemos, pero no lo oye, privado de ese sentido por alguna razón cósmica que ahora no alcanzamos a entender. 


No sabemos, en fin, si la caja es a lo único a lo que aspiramos o hay otras cajas a las que acceder cuando alguien se canse del cobijo que nos da y nos oprima el pecho o nos robe el aire. De un modo u otro son las cajas las que gobiernan el modo que tenemos de pensar y en el que nos manejamos. 


Toda la gran religión del mundo es la extensión metafísica y literaria de ese misterio puro que es la caja. Y no saber si hay cientos de millones de pequeñas cajas marca La Aurora en el espacio insondable. Si un dios caprichoso y rudimentario concibió de esa forma tan cruel la creación de sus criaturas o fue el azar o la suma de los muchos azares el que manuscribió arteramente la trama exacta. 


Tampoco entusiasma pensar que el Gran Hacedor sea metódico, conciso, consciente de su obra y se obstine en censurar los juegos, los caprichos, toda esa voluntad amateur de hacer las cosas que a veces le asignamos. Ese martillo pilón instalado en los cielos es el peor de todos los dueños posibles. Nosotros, creados a su entera semejanza, miramos con perversa perplejidad el confín cerrado de la caja, comprendemos la liviandad de la existencia que nos ha sido concedida, aceptamos la bondad de una hipotética vida fuera de la caja. Sobre esa posibilidad el inquilino de la caja ha formulado credos y ha levantado templos, ha reclutado ejércitos y ha derribado ciudades. 


Nada sabemos certeramente. Se nos escapa las razones del cautiverio. Ignoramos la naturaleza del obrador. Solo hay caja y frotar de alas. Mi mosca metafísica, la ignorante. La mosca antológica, la invisible, confinada en la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica junto a la baraja de cartas, junto al trompo, los cromos, el cómic de Carpanta. Un mundo. Una providencia de signos que con dificultad desentrañamos y contribuyen a que la opresión no nos desguace el tino o nos desmadeje el pulso trenzado de la sangre. 


Esa es la vida, querido lector. Se tiene de ella el anhelado propósito de que finalmente sabremos conducirnos por ella y no mirar el techo de la caja. Quienes la someten a escrutinio a diario exhiben una templanza de la que posiblemente carezcamos los descuidados, los ajenos, los inconscientes. Hoy he mirado el vuelo azul de las nubes y no he visto techumbre que las cobije. No caben tal vez en estas sutilezas el discurrir torpe de mis pesquisas teológicas.

3.8.25

Un corazón solitario

 Salvo en el verano, aun a riesgo de que se indisciplinen, cuando dan asilo y frescor, no son de fiar las sombras. Han ocupado la literatura del mal, han manifestado tercamente la inclinación a su fomento. Se las mira sin que se sepa bien qué pensar de ellas o lo sabemos de un modo ominoso y certero. No sabemos si habrá que precaverse y no tentar su malicia o si convenir que no nos harán daño alguno y todo es delirio de poetas y sacerdotes, que vieron en ellas el país de las admoniciones y de las metáforas, la sugerencia de las tinieblas. Las que menos se aprecian son las que proyecta uno mismo. Van a nuestro paso, conviven con nosotros, nos acompañan al modo en que lo hace el latido del corazón o el rumor del aire en el pecho. Tienen el corazón un registro perfecto de lo que hacemos y de lo que no. La sombra, más tímida, de menor rango sentimental, no se prodiga mucho, pero siempre está ahí. Se prefiere taimada. Espera, cauta. Solo precisa que la anime el sol.

El corazón es una sombra privada. Hay veces en que lo sobresaltamos, le damos caña a conciencia, lo ponemos a brincar como si se acabase el mundo. Otras, cuando se apacigua, olvidamos que existe, no le damos el afecto que solicita. Hace unos días, volviendo de la playa, cargado de sombrillas, sillas y bolsas con toallas y cremas, me asombraron (permitid el verbo) los dos, la sombra y el corazón. Una me perseguía o me tutelaba, no sé bien. El otro me hacía pensar que tengo un cuerpo y que, en ocasiones, habla, conversa conmigo, me exige que le preste atención y aminore el paso o que lo apremie y someta a una tralla severa. Igual ambos se esmeran en decirme algo. No es una didáctica, ni un aviso al que uno vuelva, cuando se ha recuperado y recobrado el aliento. Se olvidan pronto esos avisos, se los aplaza indefinidamente, como si tuviéramos dos corazones y uno pudiera sacrificarse y seguir afiliado a los vicios, los que lo fustigan, todos los que lo van deteriorando (y entusiasmado a veces) hasta que revienta y se para.

Ilustración de Eugenio Rivera

Así que uno no hace deporte, ni deja de fumar (ay), ni controla las carnes rojas, ni toma interés en ese escrutinio íntimo que consiste en medir cómo andamos del colesterol malo o de la tensión, y la sombra que damos al pasear persevera y la luz es un temblor en el aire. Está ahí la sombra en todo momento, es nuestra de un modo absolutamente constante. La mía de hoy ha sido disuasoria: no era yo, no estaba yo dibujado en sus trazos. No la sentí propia. No hay nada más democrático que las sombras. Ni tampoco nada tan liviano, de tan escaso o estricto peso emocional, según las circunstancias, pero las sombras de los demás nos intimidan, hacen que zozobremos y sintamos la intriga de no saber qué ocultan. En cierto modo, el corazón es también una sombra, procede con su artera maquinaria, caza sin que se sepa qué pieza busca. Será finalmente el cazador solitario que daba título a la estupenda novela de Carson McCullers, leída hace un siglo. Lo otro, la parte romántica, esa en la que el corazón es la válvula que regula el flujo del amor queda para otro escrito. Ya lo habré escrito y solo trazaré un apunte nuevo.

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2.8.25

La tristeza

 



"Hay un tipo de tristeza que viene de saber demasiado, de ver el mundo como realmente es. Es la tristeza de entender que la vida no es una gran aventura, sino una serie de pequeños, insignificantes momentos, que el amor no es un cuento de hadas, sino una emoción frágil y fugaz, que la felicidad no es un estado permanente, sino una rara y fugaz vista de algo que nunca podremos sostener. Y en ese entendimiento, hay una profunda soledad, una sensación de estar aislado del mundo, de otras personas, de uno mismo. "

Una habitación propia, Virginia Woolf

Hoy no me sentí triste como otras veces. No me sentí ocupado por esa pesadumbre lenta que abate el ánimo y no predispone a ninguna actividad que reconforte. Ni siquiera hubo un atisbo de tristeza en el transcurso del día, pero no hubiese estado mal que acudiera y yo la abrazara. No es mala la tristeza. Hace que lo frágil cunda y que no se dé nada por sentado. Cualquier día es bueno para venirse abajo. Cualquiera lo es para ponerse en pie. Se trata de no querer saber demasiado, de comprender que esto es un maravilloso préstamo que nos hizo a alguien y que tendremos que quedar con él y devolvérselo. Mientras tanto...

1.8.25

Una golondrina de verano

 


 Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es otra que la del primero y si realmente entre las dos el milagro de sacar algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga asegurar que ese gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba y que traveseaba en ese lugar hace trescientos años, pensara de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro.


                                         Arthur Schopenhauer


Espero sin razón merecer el júbilo de saber por fin si habrá después del estipendio de los días que se nos concederán un tiempo de conversación con todos los que se fueron yendo y tal vez secretamente aguardan. Estarán mi padre y mi abuela. Es legítimo pensar que esperarán a que yo esté con ellos. Sería un gozo inesperado puesto que no he puesto de mi parte para esa gracia, para que mi incredulidad sea rebatida. En todo caso, albergo la esperanza. Por ellos, sobre todo. Por mi padre y por la madre de mi padre. Por poder decirles algo que no dije o continuar lo que dijimos por donde fuimos forzados a dejarlo. Por los amigos que se fueron. Hay algunos, pienso en ellos de vez en cuando. Hoy pensé en Antonio Linares mientras escuchaba la escalera al cielo de Led Zeppelin. Lo que le gustaba. Se ponía en trance nada más dejar caer la aguja sobre el primer surco de su esplendoroso vinilo. Cuidaba más sus discos que a sí mismo. Se fue empapado de alcohol y de felicidad. En cierta ocasión, me confesó ese esmero en la logística de los vinilos no era tan importante. Que podría desprenderse de ellos y, a renglón seguido, salir a la calle y comenzar de nuevo a comprarlos. Sabía todos los que tenía, sabía el orden de las canciones. He querido razonar esa extravagancia, la de borrar para escribir de nuevo las mismas líneas, con la misma caligrafía. Yo creo que tenía sentido. A veces querría uno deshacerse de uno mismo para reencontrarse de nuevo. Hola, qué tal, cuánto tiempo. Como si nos acostumbráramos más de la cuenta a ser quienes somos y se precisara una especie de limpieza temporal, un regresar quién sabe a qué línea del tiempo. Así que es la esperanza la que lo mueve todo. El tiempo no es una sucesión, un antes, un ahora, un después. No puede ser solo eso. Se pensará de mí lo que cada uno quiera, pero no es locura haber creído esta tarde ver a mi amigo Antonio en mi casa, mirando los discos, pidiendo que le ponga uno. La cuerda de la metafísica sentimental debe ser la que he sostenido hoy. Nada nuevo, por otra parte. A los que amamos y no están les debe parecer bien la reflexión vespertina. Ojalá. Uno persevera en lo terreno, que es la piel más cercana. La eternidad es un asunto que se escapa de cualquier consideración seria. Pero qué hermosa es la metafísica, la posibilidad de que la golondrina vuelva una y otra vez, aunque se haya ido para siempre. 

Almendras, lenguas muertas, febriles jugos


Ilustración/ Casiano


Todo lo que piensas ya lo ha pensado alguien antes, no dirás nada que no haya sido dicho antes, no hay nada que sea nuevo, ya nos hemos abrazado antes, lo hemos hecho muchas veces, tú has sentido el peso de mi cuerpo sobre tu cuerpo, yo he sentido el peso de tu cuerpo en el mío. El amor es un palimpsesto, almendras en el aire. Las vi ayer, le he dicho hoy a mi mujer. Qué viste, pregunta. Almendras, respondo. Ella me conoce tan bien. No ha reaccionado, me ha dejado decir, es de dejarme decir. Yo soy de dejarme escuchar. Una vez le propuse masticar sonetos. Un soneto bien masticado alarga la vida, arrima el amor a la boca. Hay tratados al respecto. Hay reuniones en la Patagonia cada dos años. Van eminencias en el ramo de todos los confines del mundo. Los clásicos se trocean mejor. Hay sonetos de nueva hornada que se ponen levantiscos en boca. Un amigo mío se indigestó con uno y estuvo de baja. El galeno no supo qué consignar en la historia clínica. Hay galenos que están al tanto y sonríen para sí. Yo suelo ponerme para morirme si mastico poesía mística del diecisiete. En Cedar Falls hay una convención médica en la que se intercambia información sobre la manera de que toda esa bendita rendición de metáforas y de cómputo escrupuloso de sílabas no malogre el buen funcionamiento del tracto digestivo. Es mejor masticar azúcar. Se deja en la lengua hasta que no queda nada. Seamus J. Potter tiene un libro precioso sobre los efectos relajantes de la masticación pausada de cuentos románticos. Parece que hasta el mismo amor se persona y conforta a quien se entrega a esa ingesta extraordinaria, pero yo tengo miedo. Miedo a perderlo todo y miedo a que todo sea mío. Destripo un kiwi mecánico. Una sueca con un libro de Pavese bajo el brazo compra discos antiguos de rock and roll en la plaza del pueblo. Miénteme, dime que me amas. A Sam Spade se le ve venir por todas las esquinas. Mis manos de ayer no existen y las de mañana no las conozco. Los poetas dicen estas cosas y luego salen a la calle mansamente. Beben café en los bares. Los poetas son gente de poco fiar. Se dedican a entrar en las tiendas y a saludar sin afectación a los que jamás se pondrían en su lugar. El lugar del poeta es el sueño. Fuera del sueño, caballos de cartón masticando azúcar. Miedo a perderlo todo y miedo a que todo sea mío. El kiwi ha desaparecido de mis manos. La sueca está tirándose a un corrector ortográfico. Es padre de familia, es contribuyente, tiene los pulsos rotos, el corazón le late como late el corazón del cosmos. El éter tiene una maquinaria honesta. Se sabe que está obcecada en el blues del delta y en los papiros egipcios. Hay días en que uno desea arrogarse el oficio de seminarista de alguna religión precolombina. Hay oficios sin glamour y el gremio de los correctores ortográficos no es de esos que se jacta de tirarse suecas en congresos o en seminarios. Está mejor visto el profesor de lenguas muertas. Está mucho mejor visto  el profesor de lenguas muertas que el jefe de prensa de un consorcio con intereses en las islas Caimán, pero luego la realidad desdice las previsiones. En las islas Caimán hay un negociado de lenguas muertas en la planta veintidós de una torre bursátil. Ninguna sueca de los libros donde hay suecas le hace ascos a un jefe de prensa de un consorcio con intereses en las islas Caimán, pero en mi sueño Cervantes no pierde un brazo ni Obama viaja a Nueva Orleans y le habla al oído a Louis Armstrong. Le dice: Satchmo, ¿de verdad te fumaste un porro en los servicios del Vaticano? En mi sueño las gacelas están a las puertas de la iglesia. En los sueños los acontecimientos casi nunca obedecen un patrón. Uno reconstruye la trama, ve un hueco en el que cabe el universo, pero ahi se acaba el plan. Luego llegan los kiwis. Kiwis mecánicos destripados. No sabe uno a qué viene lo de los kiwis. Podrían ser manzanas levemente pecaminosas o grandes tajadas de melón en un velador donde suenen polonesas o un foxtrot. Velocidad de la savia hacia su ocaso. Vivir con algo de junio en las alas. Sentir el pecho hospitalario. Disfrutar con el envés de las palabras. Dejarse crucificar por el viento. Dejarse comer por las hormigas de la eternidad. Buscar en los diccionarios el léxico invisible. El de la decadencia. Tuve un sueño en el que una novia mía doliente y flacucha me dejaba por un trompetista que se parecía a Chet Baker. Algunas veces es un asedio la noche. Se estira entonces el silencio. Dura más el amor. Los gestos. Tántalo ha venido. Me ha dicho: pareces un poeta al que de pronto le han robado cinco adjetivos cruciales. Como eco mi corazón arrebata al mar las algas de la boca del naúfrago. Ten, Tántalo, te regalo un verso sin adjetivos. No me hacen falta, le digo. Pero Tántalo está mirándole el culo a la sueca. Un culo de salmón sin mitología. En una ocasión, un exégeta de los últimos días de los santos episcopalianos me comentó que en su niñez tuvo un sueño húmedo que le hizo retraerse en sus inclinaciones místicas. Era una muchacha de la vecindad, comprábamos el pan juntos, me miraba con pequeño arrobo, me decía con voz muy dulce lo bonito que eran mis ojos. Era yo entonces débil, sigue siendo débil ahora. Alumbra el amor cotidianos gestos. La pasión escancia su lenta orfebrería. Palabras dulces, amigos. Febriles jugos. Lo trémulo y goteante. Toda esa herida sangrando algas en esta noche sin cálices. Todo ese oscuro asunto de gacelas que acaban muertas en la puerta de una iglesia. Como si hubiesen ido a abrevar a Dios. En los sueños a veces las gacelas no tiemblan después de recorrer distancias enormes. Se ven ir arriba y abajo como si les perteneciera el ojo que las mira.  Se las ve firmes incluso ante la evidencia de que están a punto de morir. Nunca vi morir gacelas salvo en un sueño. Nunca tuve novias con un máster en literaturas germánicas medievales. Ni siquiera pensé que esa posibilidad pudiese existir. Tuve una novia con ojos verdes que leía en el autobús. Versos cortos de los que yo escribía. Decía tener un novio poeta en los jardines y al oído de las abuelas más tiernas de su bloque. Que nunca había tenido uno. Leía en voz baja sin que le importara quien mirara. Como el río se adentra en la noche. Como la luz al huir busca altura. Como duele el aire. Como el amor repone su semilla. Como el fino goteo del deseo colma el vaso, moja el plato que lo acoge. Como el río. Como la luz. Como el amor. Como el deseo. Así mi voz se adentra en mis sueños y los fecunda. Salen hijos de Freud por todas partes. Los veo tirotear gacelas. Es mejor disparar contra una gacela muerta. El éxito está asegurado. Podría decir los versos más tristes esta noche. Arde la calle al sol de poniente. Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS. Si te dijera, amor mío, que temo a la madrugada. Lo de hieren como amenazas. Sangra la luna. Tienes ya veinte años, cuerpo de ola. Tu madre no quiere que salgas sola. Hoy puede ser un día, plantéatelo así. Soy un corazón tendido al sol. Tengo todas las palabras, tengo el libro donde están todas ellas. Venga a nosotros tu reino. Mi novia de 1982, la de ojitos dormilones, la de pezones reventones, me hizo jurar que jamás leería Minimosca en la cama. Son promesas que uno cumple sin esfuerzo. Te prometo que nunca leeré ese libro  en la cama, novia dilecta, oh amada por encima de las turbulencias del tiempo, túnel en donde vierto mi nunca morir jamás. El tiempo no lo cura todo. Lo sabe Leonard Cohen. Lo saben todos los cien mil hijos de San Luis.  Lo sabe el plenipotenciario agente de aduanas de una novela de espías que terminé hace poco.  Me gustan cada vez menos las novelas de espías. Los sueños se cumplen a veces. El timonel escora dulcemente la memoria y el barco se acerca a mil novecientos noventa. Fue el año de las grandes puertas abiertas. El año de las turbulencias absolutas. Luego vino Kafka. Kafka no es masticable. Ni siquiera puedes adecuar su presencia intangible al tamaño de tu boca. Si lees a Kafka con mucho entusiasmo acude la migraña. Kafka da migraña. Es una araña peluda la migraña que te recorre la cabeza y no te deja pensar en nada. Sólo hay arañas peludas. En el corazón de todas las arañas peludas del mundo Kafka está escribiendo todas las cartas, todos los cuentos. Su padre le dice que pare. Pierden el tiempo, muchacho. Todas las grandes arañas peludas te pertenecen. Kafka te pertenece. Puedes ser Kafka si te lo propones. Esto es para que veas la robusta complexión de mi verbo. Llevo años abriéndome el pecho. Adentro está el desvarío. Está la fiebre. Mirad el vértigo. Un vértigo de caballos masticando azúcar. Un sueño de hijos de Freud con túneles nórdicos al fondo. Un corazón no debe ser en absoluto duro. Una humildad de espuma en verdad le conviene. Un gato me mira ahora. Es Kafka que se ha cansado de morar en la cabeza de una araña. Es la abolición de los grandes caracteres maximalistas, es el triunfo del epicureísmo de las almas puras. El cielo es de las almas puras. Hoy amanece nublado y llueve. Este cielo es el mismo que el de hace trescientos años.

31.7.25

En un cuadro de Turner

 



Está la tarde sin amparo y hace un frío que parece medirse en las luces que declinan. En una hora caerá con timidez la noche y se clausurará el azul ahora espléndido del cielo que fue gris y dio lluvia esta mañana. De eso hace mucho tiempo. De todo hace mucho tiempo. Sin embargo, de mí, que escribo y no leo lo que escribo, no hace tanto. El tiempo es un instrumento de la luz, un algoritmo ciego, un arcano que va de lo oscuro a lo oscuro, un acta de sombras y de fugas. Acuden las palabras que no gobierno, todas las palabras, las clandestinas, las secretas, las que prorrumpen a su antojadizo capricho, izadas sin intención de bandera, tan solo ofrecidas a la manera en que se ofrece el cuerpo cuando ama o cuando anhela que se le ame. El cuerpo es una letra de un alfabeto infinito que apenas usamos. Estamos al cuidado de invisibles brazos, nos mecen, nos acunan sin que exista percepción de ese arrimo tierno y vivifico. El alto cielo azul o negro o gris con su impredecible paisaje tutela el paso. Cae la noche con parsimonia, con morosa voluntad de hacerse querer, con incertidumbre. Todas las noches son la misma primeriza noche. Todas las palabras, la palabra primera. Está por empezar la luz. Se la escucha mordisquear el aire. 

30.7.25

Tristeza magenta once cuatro

 


Vi al hombre del saco en un desquicio de las sombras. Era de facciones blandas y la ternura que desprendía taladraba los ojos de los árboles. Le hablé con la sangre de los héroes. Fueron los días de la clarividencia. Él se pronunciaba con el titubeo de los ajusticiados. En el libro de las revelaciones se lee que fue un heraldo de la luz. Los poetas saben qué hay en la tristeza de los derrotados. Es un olor tan solo. Una especie de puesta de largo del aire. Tengo todos los cromos del Atleli. Temporada 78-79. Reina, Arteche, Capón, Ayala. Ellos me susurran la verdad de la transubstanciación. Ahora lo veo todo claro. Es hora de proclamar la venida de nuestro salvador. Él nos anunciará el evangelio de las grandes palabras. Entraremos en el templo de los poetas olvidados. La luna será la madre de todos los profetas. Tendré por fin la luz y la luz tendrá de mí lo que insistentemente me reclama. Ella sucede adentro. Soy un ser de luz. He sido hecho para ser feliz. He comprendido la naturaleza de la ceniza antes de saber qué es el fuego. Sé de las sombras si cierro los ojos. He comprendido la suprema indisciplina de la hoja al dejarse caer y desobedecer al árbol. 

27.7.25

Verano

 

Fotografia de Marina Sogo

Lo estival evoca siempre a la infancia. Se tiene del verano la idea de que la luz impregnaba los juegos y los hacía invulnerables al desaliento o al fracaso. Se juega para desanimar a la muerte. Eso lo aprende uno cuando no juega, cuando la edad transforma lo lúdico en otra cosa, en una impostura. Recordar los veranos de la niñez es comprender de cuajo todo lo que hemos perdido al crecer, en el ingreso en la edad adulta, tan hermosa también y tan comprometida, tan veloz. Antes era la lentitud, era la ausencia de velocidad, mejor expresado. Todo era verosímil entonces. Verosímil y fascinante. Está uno enamorado de la vida, sin que se tenga percepción de ese enamoramiento. Estaba uno limpio de errores, convencido de que no había lugar al que llegar, día que franquear, mal que apartar, tedio que cancelar. Todo maravillosamente efímero. Todo paradójicamente perfecto. Da igual que a lo lejos asomaran, urgiendo, la experiencia, los amores imposibles y los reales, el apremio de la carne y el triunfo exquisito del pecado.

Viene a galope el dolor de entender la vida o de no acabar de entenderla en absoluto. Viene el caos (bendito desorden) con su ejército de rutinas, con su blasonería de pecados y de culpa. En verano, cuando pequeños, no existe el pecado, ni la culpa. El verano es propicio a la nostalgia de la niñez más que ninguna otra estación. Debe ser el calor, que nos empuja a la calle, a invadir la calle y fundar en sus calles y en sus plazas el reino de la pureza y de la virtud. Somos puros y somos virtuosos cuando no sabemos qué es la pureza o qué la virtud. Si me preguntan, desconozco la respuesta. Si no lo hacen, la sé. Eso lo dejó escrito San Agustín a propósito del tiempo. Viene al caso.

La luz, plena y rotunda, hace que le demos la espalda a lo oscuro, como pensó Verlaine. La luz con el tiempo dentro, como quiso Juan Ramón Jiménez. El verano es promesa permanente, es la idílica permanencia del júbilo, es el claustro de la beneficencia completa. Después, al caer atropelladamente los años, reclama el adulto a ese niño todavía sin vulnerar, lo llama desde adentro, no sabemos si a satisfacción, a veces con ella, otras huidiza y arisca, como si no desease regresar y prefiriera (románticamente) seguir en el limbo del pasado, entronizada, a salvo del óxido del presente.

El tiempo ignora lo que hacemos con él, no se deja invitar por lo que anhelamos, va a su aire liviano o espeso, nos viste o nos desnuda a su antojadizo capricho. El tiempo acalla las heridas, las rebaja o irrumpe con fiereza o nos ciega o nos ilumina. Pensar en el verano, en el trasiego de sus prodigios, es pensar en uno mismo, en la opulencia avara del tiempo y de su loco o severo desempeño. Porque el verano estimula la pereza, la endiosa, la colma de atenciones, la sublima.

No jugamos como antaño, no hay columpios, ni albercas, ni noches hechas amparo y dulzor, a resguardo del sol o al abrazo de su luz, aguardando que venza el sueño y acuda con su fulgor el día, el día precursor y el día perfecto. No hay juguetes en un patio a la hora de la siesta, no hay abrazos con los amigos al terminar el juego, ni una hormiga muerta por nuestra desobediencia cívica, por el deseo infantil de ser dioses de la vida ajena, esa vida minúscula de hormiga elementalísima. Ahora no se nos ocurre matar hormigas. No es ninguna prioridad, no delata nuestra naturaleza festiva de dueños del mundo.

Vivir es asomarse al verano, aunque arrecie en la lejanía el frío, que es una república de lobos. Vivir es un festín estival, aunque ondee la bandera de las sombras. El asombro arrima verdad a lo vivido. El amor (su esencia, su semilla) precipita la luz, privilegia su deliciosa verdad. Hace fresca esta tarde. Eso es nuevo, no está uno hecho a esos agasajos. El viento trae frescor y entusiasmo, la claridad del alma y la pereza del cuerpo.

25.7.25

Mala fe




No es de fiar la IA. Tampoco quienes le solicitamos que haga esto o lo otro, confiados en que dará con el matiz humano que, las más de las veces, si no todas, desatiende. Le dije algo y algo escuchó, pero ese niño no soy yo. Mi intendencia algorítmica es pobre. Su sutilidad es nula. No sé tampoco si andará por algún lado y lo que requerí  excedía su providencia binaria. Queda la idea. El niño. La novela escrita 50 años largos después. Tuvo mala fe la máquina. Se veía venir. Estaba a huevo que pifiara mi propósito y metiera en la imagen un roto, un preámbulo de lo que está por venir, que no sé si será bueno o nos desquiciará y hará que no sepamos dar una a derechas sin su concurso. Ojalá no. El divertimento de viernes está bien. No esperaba ningún prodigio. Aprovecho para animar a que se lea la novela. Uno escribe para que lo lean. Añado: estoy como asustado en la composición. Se ve que me amedrenta el fondo, ese país sin terminar de hacer todavía, o el peso de la responsabilidad de crecer y ser una buena persona y todo eso. Las manos, se aprecia, son desproporcionadas. Qué dedos. El flequillo es maravilloso. Voy a decirlo otra vez: maravilloso.


Ahora la publi, por qué no. En la web de Mahalta y en su librería favorita. Ea. 


https://www.mahalta.es/producto/mala-fe/

23.7.25

Una inminencia

UNA INMINENCIA 


Qué claridad preludia la sombra 

al precipitarse en la tarde 

como un pájaro ya entero ala

en su desatino de azul, 

en su temblor sin dueño. 

Todo es fulgor, 

noticia de un milagro. 

Asombra que no aturda 

lo sublime contemplado. 

Es clamor la luz si se la nombra. 

La palabra apenas percute la piel del aire. 

Está ofrecida la verdad en puro goce. 

Cunde, avanza, se entusiasma y clausura. 

Se desdice el ocaso. 

Cierras los ojos. 

El paisaje te mira. 

Acaece el amor

con terco embeleso de íntimo arrobo

manuscribe la terca 

levadura de lo extraño.

El amor de pronto horizonte 

para que los días broten 

y el poema exista.


ECDM 23/07/2025

Una pesquisa teológica

  En la cajita de fósforos La Aurora, en la caja cósmica de fósforos antológicos que se guarda en un cajón juntamente con la baraja de carta...